EN BUSCA DE LOS SUBGÉNEROS PERDIDOS #5: NIÑOS MALDITOS EN EL CINE, PARTE II

Los cambiados

Cementerio de animales (1983) una de las mejores novelas de Stephen King, es quizá también su obra más terrorífica. La adaptación cinematográfica de 1989 (Mary Lambert), a pesar de no ser muy fiel al libro –y está bien, es una adaptación a otro lenguaje, no tiene ninguna obligación particular para con la obra original–, es una buena película, y uno de sus personajes más recordados es Gage Creed (Miko Hughes), un niño de vida tan corta como trágica. El pequeño Gage muere en un horrible accidente de carretera, luego es enterrado en un cementerio indio maldito y regresa a la vida como una especie de niño-zombi maligno con complejo de Edipo extremo. Con solo unas pocas escenas, Gage se convierte en uno de los niños malditos más recordados de la historia del cine. Los niños que regresan cambiados son un clásico del folclore europeo. En ese continente –sobre todo en Irlanda– se los conoce como “changeling”, y según el mito existen hadas y elfos que secuestran niños pequeños y en su lugar dejan a sus primogénitos enfermos o deformes. La manera de recuperar al niño original es torturando al changeling, creencia que fue la responsable de numerosos casos reales de de violencia y abuso infantil. Este mito perduró, y con el paso del tiempo mutó hasta incluir a los adultos, que después de perderse regresan a sus hogares sustituidos por entidades malignas o doppelgängers siniestros. Incluso hay crónicas reales que datan de 1895, como el caso de Michael Cleary en Irlanda que prendió fuego a su esposa Bridget porque afirmaba que esta había sido cambiada por las hadas. El femicida aseguraba haber matado a un changeling y no a su esposa. La historia de los cambiados se adaptó a la literatura y al cine en varias oportunidades: la terrorífica película austríaca Goodnight Mommy (2014) de Severin Fiala y Veronika Franz, la novela The Hidden People (2016), de Alison Littlewood, basada en el caso de Michael y Bridget Cleary, o Us (2019), de Jordan Peele, con un enfoque más orientado hacia la crítica social y el humor negro, son algunos claros ejemplos de la modernización de este mito.

Quizá el caso más conocido sea el del cuento El modelo de Pickman, de H. P. Lovecraft (1927), donde se habla claramente del mito de los niños cambiados: “Escucha, ¿te imaginas un círculo de inefables seres de aspecto canino agazapados en un cementerio enseñando a un niño a comer según su usanza? El coste de una presa producto de una suplantación supongo… Ya sabes, el viejo mito de esos extraños seres que dejan sus vástagos en la cuna en sustitución de las criaturas humanas que arrebatan. Pickman mostraba en el cuadro lo que les depara la fortuna a los niños así arrebatados, cómo crecen… cuando justo entonces comencé a ver la espantosa afinidad que había entre los rostros de las figuras humanas y las no humanas (…) apenas acababa de inquirirme qué hacía con las crías que quedaban con los seres humanos a modo de trueque, cuando mi mirada tropezó con un cuadro que representaba a la perfección dicha idea. Se trataba de un antiguo interior puritano: una estancia de gruesas vigas con ventanas de celosía, un largo banco y un mobiliario del siglo XVII de estilo bastante tosco, con la familia sentada en torno al padre mientras éste leía las Escrituras. Todos los rostros, salvo uno, mostraban nobleza y veneración, pero ese uno reflejaba la burla del averno. Era el rostro de un varón de edad juvenil, sin duda pertenecía a un supuesto hijo de aquel piadoso padre, pero en realidad era de la parentela de los seres impuros. Era el niño suplantado… y, en un rasgo de suprema ironía, Pickman había pintado las facciones de aquel adolescente de forma que guardaban un extraordinario parecido con las suyas”. Lamentablemente la adaptación de Guillermo del Toro dirigida por Keith Thomas para serie la antológica El gabinete de curiosidades (2022) soslaya por completo el tema.

La literatura de nuestro país también ha utilizado el mito de los niños cambiados para contar historias de horror familiares. Me interesa hablar de dos relatos en particular, no solo porque se apropian del mito de los cambiados y le dan una perspectiva original, sino porque incluyen niños:

  • “La canción que cantábamos todos los días”, cuento del escritor cordobés Luciano Lamberti que forma parte de su libro El loro que podía ver el futuro (2013), cuenta la historia de un adolescente que se interna en “el bosquecito” –un monte lleno de barro, escombros, perros muertos y ratas gigantes–, ubicado detrás de los asadores en un parador al borde la ruta 9, y cuando regresa del monte su familia cree que algo lo reemplazó y ahora hay un ente extraño que ocupa su cuerpo. “Hace muchos años desapareció en el bosquecito y nunca volvió. Quiero decir: volvió, pero ya no era él. No es que estuviera distinto o cambiado. Era otro, directamente”, cuenta el narrador del cuento.
  • En la novela Distancia de Rescate (2014) de Samantha Schweblin, un niño llamado David es sometido a una curación ritual luego de beber agua de un arroyo contaminado. David logra salvarse, pero su madre está convencida de que el niño que salió de la casa de la curandera no es su hijo: hay otra alma que habita su cuerpo. La extrañeza y el estremecimiento que le produce a la madre de David ver a su hijo salir con la mirada extraviada y el andar cansino de la oscura habitación donde se llevó a cabo el ritual, es similar a lo que siente el hermano del cambiado en el bosquecito del cuento de Lamberti: “Mi hermano tardó en reaccionar. Cuando lo hizo, movió la mano en un gesto que no era para nada suyo. Entonces sospeché que algo andaba mal, algo difícil de definir”.

En 2021 se estrenó una interesante adaptación cinematográfica de Distancia de rescate, dirigida por Claudia Llosa, con Emiliano Vodanovich en el papel del pequeño David, quien oficia de guía de la protagonista (María Valverde) –y del relato– por medio de una voz en off por momentos críptica, por momentos reveladora, pero siempre inquietante. He ahí nuestro changeling cinematográfico propio, un niño maldito que protagoniza una película lisérgica, onírica, con ritmo hipnótico y actuaciones destacables. Al igual que la mayoría de las historias de changelings –emparentadas con el folk horror–, Distancia de rescate transcurre en un entorno rural y con muchas escenas a la luz del día.

Los cambiados forman parte intrínseca de la cultura irlandesa, su folclore está plagado de este tipo de historias, por lo que es común encontrar changelings en sus cuentos de hadas. Y por esa misma razón no es extraño que el director irlandés Lee Cronin haya recurrido al mito de los cambiados en su ópera prima The Hole in the Ground (2019) para contar la historia de un niño (James Quinn Markey) que se pierde en el bosque y de casualidad descubre un pozo en la tierra. Cuando su madre lo encuentra comienza a notar cambios y teme que su verdadero hijo haya quedado atrapado en el pozo –como el adolescente del cuento La canción que cantábamos todos los días, cuya madre soñaba que su verdadero hijo estaba en un pozo muy profundo del cual no podía escapar– y que quien lo reemplaza es en realidad una entidad maligna: un changeling. En el año 2019 también se estrenó The Prodigy (Nicholas McCarthy), una película que comparte conceptos tanto con The Hole in the Ground como con Distancia de rescate: el pequeño otrora inocente cambiado por un ente maligno, o la idea de dos almas compartiendo el mismo cuerpo y la disociación de la personalidad que esto acarrea, pero llevado a un punto más extremo. El niño de The Prodigy (Miles, interpretado por Jackson Robert Scott) carga en su cuerpo el alma de un asesino serial. El conflicto se centra en la disputa de las almas por el cuerpo del niño, hasta el momento en que una se apropie del todo del cuerpo de Miles. Ambas son películas similares, ambas son mediocres, pero las dos tienen, a su manera, una forma interesante de abordar el mito de los changeling.

Otro caso de películas similares –y también, por qué no decirlo, mediocres– con niños malditos son Case 39 (Christian Alvart, 2019) y Orphan (Jaume Collet-Serra, 2009): en ambas una niña huérfana es adoptada sin que sus nuevos tutores sospechen que se trata de seres malditos y asesinos que convertirán sus vidas en un infierno; la primera de ellas con una historia más relacionada con lo fantástico y demoniaco, y la otra apelando a un recurso bastante más original: una enfermedad real conocida como hipopituitarismo. Tanto Case 39 como Orphan abusan de la narrativa facilista y se apoyan con fuerza en el uso del jumpscare y el susto fácil, aunque cabe destacar la actuación de Isabelle Fuhrman como Esther, la niña maldita de Orphan, que por momentos logra poner la piel de gallina.

Malditos y contagiados

Hasta aquí hablamos de niños poseídos, doppelgängers y changelings, pero ¿qué pasa cuando los pequeños son cambiados por un virus y se convierten en un peligro para la sociedad?

The Children (Tom Shankland, 2008) narra el fatídico fin de semana de cuatro adultos, una adolescente y cuatro niños que se reúnen para pasar un fin de año relajado en familia, hasta que una rara enfermedad comienza a afectar a los más chicos: vómitos, fiebre, dolor de cabeza y la etapa final: un frenesí asesino que culmina en una masacre en la nieve. La contradicción de los protagonistas de esta película es también la de los espectadores: ¿está bien matar a niños cuando estos son asesinos que ponen en peligro la vida del resto? La única integrante de la familia que no duda en matar a los niños es la adolescente, que es quien está más cerca en edad de los niños asesinos. Y acá es cuando parece que nos acercamos un poco a la respuesta de la pregunta-título de Narciso Ibáñez Serrador: ¿Quién puede matar a un niño?

En The Girl with all the Gifts (Colm McCarthy, 2016) una enfermedad fúngica –muy similar a la del videojuego The Last of Us (2013)– convierte a las personas en zombis hambrientos de carne humana, pero existe un grupo de niños contagiados que, a pesar de sus ansias de carne, mantienen el raciocinio: pueden pensar, amar, odiar. Son una nueva especie híbrida, mitad humano mitad zombi, razón por la cual son estudiados y educados en un complejo militar donde los mantienen controlados con un “repelente” que oculta el olor a humano porque, a pesar de su raciocinio, el ansia por la carne aun es muy fuerte en ellos. La trama se centra en Melanie (Sennia Nanua), la más especial entre todos estos chicos especiales, además de demostrar una inteligencia superior parece llevar dentro de su cuerpo la cura para la enfermedad fúngica. El problema es que para que los especialistas puedan obtener la cura –otra vez, al igual que la protagonista de The Last of Us– Melanie deberá morir en el proceso. O sobrevivir y perpetuar una nueva especie que reemplace a la casi extinta humanidad. 

Malditos y enfermos

El cine también ha retratado en más de una oportunidad a niños malditos “por naturaleza”, es decir, pequeños psicópatas o sociópatas que pueden lastimar a otras personas e incluso asesinarlas sin sentir remordimiento, o directamente por puro placer. Home Movie (Christopher Denham, 2008) es una película que utiliza el recurso del found footage de manera satisfactoria para contar la historia de la familia Poe –madre, padre e hijos gemelos de 10 años Emily (Amber Joy Williams) y Jack (Austin Williams)– que, en un intento por alejarse del caos de la ciudad, se muda a una casa en el bosque. A partir de ahí seremos espectadores-testigos de los sucesos que desencadenarán la destrucción de la familia, a través de videos caseros que registran la cotidianeidad de los Poe y develan el comportamiento errático de los niños que va in crescendo a medida que pasan los días, hasta volverse incontrolable, violento y muy oscuro.

En el año 1992 el siempre polémico Michael Haneke dirigió Benny’s Video, una película que narra la perturbadora vida de Benny, un niño de 14 años obsesionado con la filmación del asesinato de un cerdo con una pistola de aire comprimido. Benny vive encerrado en su habitación, con las ventanas cerradas y una cámara apuntando hacia la calle, a través de la cual ve lo que sucede fuera de su edificio. Su relación con el mundo exterior está todo el tiempo mediada por estos artefactos tecnológicos y esta fijación con las cámaras, las pantallas y la violencia –y la constante ausencia de unos padres a los que no parece importarles demasiado lo que le pasa a su hijo– lo llevan a cometer un acto aberrante sin otro motivo aparente que la curiosidad malsana. Esta especie de violencia homicida innata es la misma que Kevin en We Need to Talk About Kevin (Lynne Ramsay, 2011), un niño con problemas de comunicación y comportamiento desde su nacimiento, que de a poco va mostrando su personalidad violenta y asesina que va escalando con el paso de los años hasta culminar con un acto de extrema violencia generalizada. Benny’s Video y We Need to Talk About Kevin son ejemplos de –muy buenas– películas que tratan temáticas similares desde puntos de vista y personalidades contrastadas: los padres de Benny son fríos y calculadores, y su hijo hace lo que hace por curiosidad, sin mostrar sentimientos, como quien mata hormigas o lombrices para ver qué pasa. Los padres de Kevin –cabe destacar a la siempre destacable Tilda Swinton como la madre de Kevin–, en cambio, sufren con los problemas de su hijo, se preocupan a su manera por sus actitudes psicópatas, los incomoda y les duele la situación, y Kevin disfruta de sus maldades, se enfurece, en otras palabras, muestra sentimientos, aunque estos sean horribles. Y, sin embargo, a pesar de estas diferencias, ambas historias terminan en tragedias espantosas. Son dos miradas autorales distintas, dos formas de abordar un tema complejo que incluye preadolescentes sociópatas. 10 años después de Benny´s Video Michael Haneke volvería a rodar una película con niños malditos “por naturaleza” como protagonistas: Das weiße band (La cinta blanca, 2009). En realidad, se trata de una película mucho más compleja que toca muchos subtemas más allá de “los niños malditos” –para ser justos, Benny´s Video y We Need to Talk About Kevin también lo son–: la educación estricta y represiva, la violencia infantil, la ambigüedad moral y la violencia latente en una pequeña comunidad endogámica –y ficticia– de Europa central en vísperas de la Primera Guerra Mundial. En esencia, es una alegoría sobre el nacimiento de los totalitarismos y la expresión cinematográfica de una tesis: una sociedad psicológicamente enferma solo puede criar niños igual de enfermos.  

Y acá, como un loop, volvemos a la pregunta-título de Ibáñez Serrador: ¿Quién puede matar a un niño? Y la respuesta a esta altura parece obvia: otros niños.

En nuestro país tenemos a uno de los niños malditos más tristemente célebres de la historia moderna: Cayetano Santos Godino, mejor conocido como el petiso orejudo, pirómano y asesino serial que tenía como blanco principal a los más pequeños, y murió en Ushuaia, recluido en la cárcel del fin del mundo. Su historia tuvo una excelente crónica novelada a cargo de la periodista María Moreno (El petiso orejudo, 1994) y una fallida adaptación cinematográfica titulada El niño de barro (Jorge Algora, 2007), coproducción argentino-española de bajo vuelo visual y poético, políticamente correctísima y poco jugada en todo sentido, más cerca de un telefilm que de una biopic o un thriller cinematográfico.

Los malditos que llegaron del frío

Quedaron para el final, como frutilla del postre, mis dos películas favoritas sobre niños malditos: Låt den rätte komma in (Let the Right One In, 2008), de Tomas Alfredson y De uskyldige (The Innocents, 2021), dirigida por Eskil Vogt. La primera es una hermosa fábula gótica moderna de vampiros suburbanos y niños solitarios en un suburbio residencial de Estocolmo, y la segunda es una historia de terror de pequeños x-men suburbanos que comienzan a despertar sus poderes y niños solitarios en un suburbio residencial de Oslo. Ambas comienzan con la llegada de una nueva familia a un complejo de edificios de clase media-baja (no esperen villas ni pibes revolviendo la basura, esta es la clase media-baja de Estocolmo y Oslo) y son protagonizadas por niños que se curten solos y adultos que en la mayoría de los casos brillan por su ausencia. En este contexto, los chicos dan rienda suelta a sus habilidades especiales que convierten sus travesuras en peligros potenciales para quienes los rodean. Ambas películas también responden de forma categórica a la pregunta que nos venimos haciendo desde el principio de esta nota ¿Quién puede matar a un niño?… la respuesta es: otro niño.  

A quien esté leyendo esta nota: si solo podés ver dos películas de este listado, no dudes: que sea este último par. Son pequeñas obras maestras que remiten a lo mejor de los géneros de los que se nutren, cuentan con actuaciones superlativas, guiones sólidos, y remiten a obras maestras del cine de vampiros –Interview with the Vampire (Neil Jordan, 1994)– y el terror psicológico –Henry: Portrait of a Serial Killer (John McNaughton, 1986)– en el caso de Let the Right One In, y homenajean a clásicos de la literatura de ciencia ficción –Más que humano (Theodore Sturgeon, 1953)– en el caso de The Innocents. Sin ir más lejos, esta última es una especie de homenaje/adaptación live action de un manga de culto de ciencia ficción, obra de Katsuhiro Otomo (sí, el mismo de Akira), llamado Domu (Pesadillas, 1981), donde se narra la historia de una niña con poderes telequinéticos que se muda a un complejo de departamentos en un suburbio japonés y se enfrenta a otra persona (un niño-viejo) con poderes similares, que aterroriza y asesina a sus vecinos.

Hay un último dato que no quisiera soslayar porque estoy convencido de que no es una mera casualidad: de las últimas cinco películas aquí nombradas –para mi gusto las mejores–, cuatro son de países nórdicos: austro-suiza (Benny´s Video), austro-alemana (La cinta blanca), sueca (Let the Right One In), noruega (The Innocents), y solo una británica-estadounidense. Hay algo con el frío extremo y los niños malditos.

¿Y Brightburn (David Yarovesky, 2019)? Quedará para una nota sobre superhéroes malditos.