Reseña: No hay regreso a casa

No hay regreso a casa, ganadora del FICIC (Festival Internacional de Cine Independiente de Cosquín), arriba a las salas porteñas. Fue en el marco de la vigesimosegunda muestra del Doc Buenos Aires que se pudo ver la ópera prima de la directora peruana, residente en Argentina, Yaela Gottlieb. La película empieza ahí donde dejaba su anterior trabajo, el cortometraje Pasaporte alemán: la voluntad de establecer una genealogía propia mientras que, a la vez, se traza una descendencia de sucesos y procesos históricos. En los trabajos de Gottlieb esta voluntad que puede parecer lineal, yendo de una parte a la otra, se vuelve difusa y se mezcla, convirtiéndose en la misma cosa. “Personal” e “histórica”, “particular” y “colectivo” pasan a ser la misma palabra dentro de las imágenes que crea la directora, narrando de manera tal que mientras avanza la trama individual también se puede sentir un avance histórico, más general, que permite no solo ver el recorrido del padre de Yaela, Robert, sino también dilucidar uno de los tantos senderos inexplorados del siglo XX.

Robert, la estrella de la película, es también un Gottlieb, y eso significa haber atravesado un historial de mudanzas enorme. Nacido en territorio que fue húngaro y luego rumano, pasando por Budapest, viviendo y luchando por Israel para luego asentarse en Perú. Como puede verse, quizás Robert quizás vivió demasiado para un único hombre. Sin lugar a dudas su estadía más significativa fue en Israel donde residió cuatro años, ahí se enlisto para luchar en la Guerra de los Seis Días y tal vez gracias a su gran capacidad de adaptación y supervivencia es que existe esta película (y Yaela para el caso). “Matas o te matan” o algo por estilo llega a decir el protagonista en una escena de la obra, llevando ese palpito bélico dentro de sí incluso habiendo pasado cincuenta años desde esos sucesos. Es que su vivencia israelí nunca lo abandonó, considerándose un judío en diáspora, que hasta los años cincuenta era casi un oxímoron, él procura predicar la palabra de su pueblo, que no significa predicar su religión, si no la validez y absoluta necesidad de que el pueblo judío mantenga una tierra propia. Ninguno de los espectadores (creo) podría objetar tal sentimiento, y Robert es profuso en sus argumentos. Lo que sí podría discutirse es  qué costo sería aceptable soportar para lograr ese fin.

La película retoma esta disyuntiva: un padre sionista hasta las últimas consecuencias y una hija cineasta y de izquierda. Ahí, desplegada como un texto, está la autobiografía de una familia. Pero este texto, avasallante y ramificado hasta el infinito, debe ser puesto en imagen; Gottlieb se sirve de distintos materiales, soportes y formatos para darle forma, es decir narrar, la historia de su origen. Estos materiales (diarios, cartas, fotografías, imágenes de Google Maps e imágenes tomadas con su cámara) van tomando diferentes configuracionesa lo largo de la película. Por momentos se ordenan de manera didáctica, acompañando a la voz off que narra aquello que se repone en imagen. A mi entender, esos son los momentos menos interesantes de la obra que, al plegarse a cierto orden, comienza a perder la fluidez de pensamiento y complejidad propia del trazado histórico-familiar que intenta poner en marcha. Pero cuando estas dos instancias se desfasan es cuando más atracción comienzan a tomar las imágenes como material autosuficiente e independiente de su carácter utilitario. Pienso por ejemplo en el comienzo, en el que las fotos tomadas de Google Maps de los lugares en los que vivió Robert anteceden a toda explicación y uno debe descifrar el porqué de esos espacios; o pienso también en la escena en la que el personaje de Yaela googlea la palabra “Mossad” y luego de un tiempo entra ese tema en conversación con su padre, confesándole que cuando era chica ella creía que él pertenecía al servicio secreto israelí.

Más allá de esos ejemplos marcados,  por lo general, proliferan los momentos “ordenados”, para decirlo de alguna manera. La puesta en escena va tomando un carácter pulcro que a medida que avanza la película comienza a mimetizarse por inercia con el personaje de Yaela (representándose a ella misma dentro de la ficción). Esa pulcritud se destila de varios factores que hacen a las imágenes que la directora  produce tanto en su figura como realizadora como en su personaje: los cuadernos, en los que dibuja los distintos países que recorrió su padre y traza líneas entre ellos rematándolos con dibujos bellísimos de una prolijidad absoluta, las diversas videollamadas que la encuentran siempre peinada, arreglada y en control de los rumbos a tomar, su personaje que encarna de alguna manera al espectador asombrado ante las ideas disparatadas pero comunes que expone su padre. Si bien hay momentos de desorden, en los que la cámara y el montaje reproducen “gestos documentales”, apropiándose de los intervalos que normalmente se dejarían afuera como movimientos de cámara trabados y planos desajustados, lo que prima en los materiales que adopta la película un ordenamiento muy claro.

Quien viene a romper con este orden es Robert, desajustando con su presencia cada plano de la película que se sirve de su carisma para llevar adelante las escenas. Sus ocurrencias, monólogos y comentarios están en constante disputa con el equilibrio de la obra. Pero él no es un desagradable, todo lo contrario, es muy amable en la manera que tiene de exponer su punto de vista, incluso cuando dice que hay que “matar o te matan” su cara adopta una sonrisa sincera. Ese desequilibrio saca a relucir lo mejor del choque entre un orden (moral, discursivo, visual, frío) y su contraparte desordenada (intempestiva, sentimental, cálida, insegura). Estas fuerzas llevan adelante la película, intercalando muy bien sus apariciones como para no producir desbalances, y coronando uno de los aciertos más grandes del film. Cuidándose bien de no dejar en ridículo a su propio padre, la directora avanza con cautela (a excepción del momento en que reacciona al mail de su padre titulado “soy un maldito sionista”) logrando así el retrato de un hombre interesantísimo que tiene mucho que decir y necesita de alguien que lo escuche. Aun estando muy opuesta a las creencias de  Robert, Yaela logra brindar un espacio sincero a las apariciones de su padre y es desde ese amor, que muchas veces significa escuchar con atención, que surgen ideas tan creativas como que “el problema de tener amigos es la economía”. Robert se vuelve una fuerza creadora dentro de la película, rompiendo con viejos y grandes temas para producir un discurso nuevo, más allá del orden y lo dicho, aun así cayendo en discurso regurgitados (como que hay venezolanos en todos lados), avanza sobre terrenos tumultuosos que muchas veces la contraparte, el personaje de Yaela, da por hechos. De ahí surgen las preguntas que ella de forma periódica se va anotando, cosas que parecían obvias desde un discurso de izquierda pero que necesitan volver a ser cuestionadas, pensadas y expuestas. Con lentitud la directora comienza acercarse a su padre, incluso sin entenderlo, pero sintiendo que esas experiencias vividas (la migración, la guerra, fenómenos del siglo pasado), le han dado una experiencia única y al mismo tiempo han acabo por dejarlo solo sentado en su apartamento de Perú esperando la visita de su hija.