Reseña: El pantano (Rojst)

¿Alguna vez tuvieron esa extraña sensación de no entender del todo, y al mismo tiempo entender lo suficiente? Y luego, en un momento de iluminación, pasado el desconcierto, ver cómo se acomodan las fichas. El pantano (Rojst) logra todo esto, y mucho más.
Como siempre se recalca en las reseñas sobre policiales, el género utiliza el contexto para hablar de otra cosa, y una de las grandes ventajas del catálogo vasto y ancho a solo un clic de distancia es que se puede encontrar una serie polaca, de la cual no se sabe absolutamente nada, y no verse condicionado por un tráiler, una sinopsis o siquiera una reseña. Así se encara Rojst, en la penumbra, acechados por un idioma difícil, cuasi gutural, que no permite adivinar qué diablos intentan decir, y del que nos queda siempre la duda de si está “bien traducido”.
Estamos en Polonia, a principios de los 80, en un pueblito alejado de las grandes urbes, como son Varsovia y Cracovia. Faltan unos años para el colapso de la Unión Soviética. El sistema está en su pináculo de burocracia y control, pero al mismo tiempo su infraestructura y bienes de uso preanuncian el fin. Los espacios y el color, y hasta el clima, son de una desolación que deja bien en claro que esta serie piensa estos años como nosotros, en Argentina, pensamos los años de la dictadura militar: en este lugar no sale el sol.
En medio del bosque, un jerarca local del Partido Comunista y una prostituta son salvajemente asesinados. El periódico local Kurier cubre la noticia. Que no quiere decir lo mismo que investigarla. El Kurier es un órgano de difusión. Informa sobre la provisión de ropa para el invierno, la cosecha de papas y la entrega de placas conmemorativas a miembros del Partido Comunista. Para escribir el informe, envían a Witold Wanycz (Andrzej Seweryn), apodado “El Profesor”, un ajado escriba, con pinta de fatigado que tiene su mente en otra cosa: quiere escaparse de allí. La mente y los esfuerzos de Witold están en Berlín Occidental. Está buscando a alguien allí. Compra dólares en el mercado negro y, por eso, no quiere hacer olas. Pero las olas le llegan igual, con el arribo de Piotr Zarzycki (Dawid Ogrodnik), un joven periodista, que piensa que se puede investigar un asesinato de un miembro de la “nomenklatura”. Piotr es despierto, rápido y más hábil que la pinta de tonto que tiene. Está recientemente casado con Teresa (Zofia Wichlacz), y juntos esperan a su primer hijo. Teresa, aburrida en la casa, se entretiene mirando fotos viejas y estudiando algo de la historia local.
Según la CCP (Clasificación Castaño de Policiales), que establece para los policiales las siguientes categorías:
- Policial de jefe nuevo
- Policial de genio incomprendido y trasladado
- Policial de retorno al pueblo
- Policial de asesino que vuelve
- Policial de bardo en la taquería
- Policial de condena injusta
- Policial de mente engañosa
- Policial “cold case” o de caso viejo
- Policial de búsqueda frenética
Estaríamos ante un policial del tipo 2 (genio incomprendido), que luego se convertirá en tipo 6 (condena injusta) y 8 (“cold case”). Pero a esto se le suma un aditamento: el policial en contexto de totalitarismo, que es un subgénero en sí mismo, y en ese subgénero incluso, tenemos la etiqueta “policial en medio de un régimen comunista que derivó totalitario a través de una nomenklatura y un sistema burocrático insondable”.

Máximo exponente de esta etiqueta son los policiales del inmenso Leonardo Padura y su detective Mario Conde (leer la Tetralogía de las cuatro estaciones), que suceden en la Cuba de principios de los 90 (adaptados en formato miniserie en 2018 por Netflix), con mención especial para la serie de novelas de Arkady Renko, escritas por Martin Cruz Smith, que tuvieron su adaptación cinematográfica con Gorky Park (Michael Apted, 1983) y Child 44, la trilogía escrita por Tom Rob Smith, emplazada en 1953 y adaptada en 2015 al cine por Daniel Espinosa y protagonizada por Tom Hardy como el agente de inteligencia Leo Demidov y Gary Oldman como Alexei Korolev, capitán de la División Criminal de Moscú.
De estos tres ejemplos, solo uno viene desde adentro del régimen, que es Padura. En general, la Unión Soviética no se caracterizó por adentrarse en el policial. Los que saben dicen que tiene que ver con que el conflicto tradicional del policial clásico es el de propiedad, herencia o cualquier otro valor burgués, mientras que en el corazón de la novela rusa tenemos el drama del alma atormentada o el sufrimiento por un amor no correspondido.
En la Rusia zarista, Fiodor Dostoyevski escribió Crimen y castigo (1866), que es, en cierta forma, una novela policial, en la que el investigador Petrovich trata de dilucidar por qué Raskolnikov hizo lo que hizo, y vamos variando de focalización para averiguarlo. Sin embargo, no se adentra declaradamente en la pesquisa, sino que toma el rumbo del drama psicológico.
Luego, al calor de octubre de 1917, el Partido Comunista abrazó las vanguardias artísticas y hubo una explosión creativa que resuena en casi todas las ramas del arte (el cinematográfico notoriamente), para luego, rechazarlas por considerarlas manifestaciones burguesas.
A partir de los años 30 “reguló” las representaciones artísticas, mediante el llamado realismo socialista. En el año 1934 se convirtió en política de Estado, al punto que Stalin mismo efectuaba la bajada de línea: el estilo oficial del arte soviético debía ser proletario (relevante y entendible para la clase trabajadora), típico (que muestra escenas de la vida diaria), realista (en su construcción de sentido) y partidario (en apoyo de los objetivos del Estado y del partido). Todo esto me suena de algún lado.
Lo cierto es que el realismo socialista no es el entorno más favorable para el desarrollo del policial, que, para mostrarnos a un investigador obsesionado por restablecer el orden natural y castigar al asesino, primero debe romper el orden natural y generar un individuo capaz de asesinar. Y un sistema que se rompe es un sistema que falla. Y, como todos sabemos, solo los débiles (admiten) que fallan.

Es por eso por lo que Rojst, que sucede en la Polonia bajo el control soviético, como pasaba con Chernobyl (2019), nos muestra una ventana a un tiempo y espacio que nos parece de otro mundo. Tal vez tenga razón en eso Mark Fisher, cuando habla del realismo capitalista y la sensación (construida) de que el capitalismo es el único sistema ya no solo posible, sino imaginable. A diferencia del relato sobre el desastre nuclear, Rojst no es una visión occidental, sino que es producida por los mismos polacos. Y si ellos no recuerdan con mucho cariño a la Unión Soviética, ¿quién soy yo para enmendarles la plana?
El Fiscal Warecki (Ireneusz Czop) rápidamente acusa y encarcela al novio de la prostituta –fastix y asunto sellado– pero no tan rápido. Piotr no puede evitar meter las narices. Witold sabe que Piotr está ingresando en terreno peligroso y trata de salvarlo. Para colmo de males, el joven periodista se convierte en el amante de Helena (Magdalena Walach), la atractiva viuda del jerarca asesinado. Marek Kulik (Jacek Beler), un siniestro agente de la policía, se pone tras la pista de Piotr, luego que este acudiera a hacer averiguaciones al centro de la actividad criminal del pueblo, que es el bar del hotel, en donde confluyen prostitutas, jerarcas, militares, vendedores del mercado negro y toda la fauna local.
En medio de este misterio, que parece bastante convencional, tenemos tres aditamentos que elevan a Rojst por encima de la media. El primero es que, mientras está investigando el asesinato, Witold, gracias a su amigo y editor Brynski (Zbigniew Walerys), descubre que Justyna, la hija adolescente de su viejo protegido, Drewicz, un periodista despedido por exceso de pensamiento, apareció muerta en el mismo bosque junto a su novio, hace unos pocos meses y todo el asunto se mantuvo en secreto.
Y encima de ese misterio, otro más: en el bosque, hace muchos años, pasó algo terrible. Witold y Drewicz son los que más saben sobre esto. Lo investigaron, y jamás pudieron publicarlo. ¿Qué ocurrió? ¿Cómo dialoga esto con el presente? Para eso, la serie hace algo notable. El tercer aditamento es el salto en el tiempo, que se da en la segunda temporada. Las capas que se solapan delicadamente y las pequeñas historias que se cuentan sobre la historia principal enriquecen el relato.
Cuando termina la primera temporada, varias preguntas son satisfechas, pero subyace uno de los misterios secundarios que sobrevoló todos los capítulos. ¿Qué es lo que busca Witold en Berlín? ¿Quién es la pintora? ¿Qué pasó sobre el fin de la Segunda Guerra?
Rojst se convierte en Rojst 97. Saltamos 15 años. En el mismo pueblito de mala muerte. La URSS no existe más. Ahora estamos en la plena occidentalización de este territorio virgen. Cultura MTV, Rock y NBA. Donde aparece el capitalismo, aparecen los conflictos por las propiedades. En el pueblo pululan los empresarios, los dueños de tiendas y los proyectos inmobiliarios. Estamos en los albores de los barrios cerrados. Una vieja represa se rompe. Un joven aparece ahogado. El barrio cerrado no se inundó, pero el viejo pueblo sucumbió a las aguas. Todo está roto y embarrado, menos el country, que sin embargo está podrido de corrupción hasta los cimientos.
Los policías Anna Jass (Magdalena Rozczka) y Adam Mika (Lukasz Simlat) investigan el caso. Un periodista es traído desde Cracovia para hacerse cargo del viejo periódico Kurier, que ahora sobrevive gracias a la publicidad que paga el dueño del supermercado local. El periodista es Piotr. Rojst se convierte en un policial del tipo 3 (de retorno al pueblo). Sigue casado con Teresa. Su hija tiene ya casi 15 años. Witold continúa viviendo en su viejo departamento. Nunca se fue del pueblo. Está retirado pero su obsesión sigue activa.
Rápidamente Piotr recibe instrucciones del dueño del Kurier de prestar especial atención y colaboración al caso del secuestro del hijo de Kielak, el principal espónsor del diario. El joven desapareció hace meses. La policía no tiene pistas y el epicentro de todo vuelve a ser el bar del hotel.

En los policías Anna y Adam tendremos dos posturas frente a un sistema que antes amedrentaba con prisión y ahora “compra” voluntades con incentivos económicos, pero que siempre hace lo mismo: proteger a los poderosos. En Rojst el comunismo y el capitalismo son dos formas diferentes de someter voluntades y de proteger a una elite.
Drewicz, el periodista discípulo de Witold, que había sido echado del periódico durante el régimen comunista, ahora volvió a trabajar: escribe el horóscopo. Sigue teniendo ideas peligrosas.
Al retirarse el comunismo, aparecen las religiones y cultos, como la vertiente del cristianismo que son los Testigos de Jehová, que viven en una suerte de comunidad a las afueras del pueblo, y en la que reside el padre del adolescente que apareció ahogado.
Los misterios del bosque siguen latentes. Pero ahora aparece una ventana al pasado, en forma de flashbacks, que son los recuerdos de Witold. Estamos ante la caída de los nazis, los alemanes y sus colaboracionistas polacos huyen, dejando libres a los sobrevivientes de los campos y las cárceles. Aparecen los soviéticos, y el pueblo polaco cambia una opresión por otra. Estamos lejos de los ideales de la Revolución de Octubre y en pleno stalinismo consolidado. Los soldados soviéticos y sus pares polacos rearman los campos y aprisionan a los colaboracionistas. Witold, que había estado en un campo de concentración nazi, observa cómo la historia se repite. Para peor, el antisemitismo sigue vigente. Nos contarán una historia de amor amarga y un pasado vergonzante.
Rojst se viste de policial para contarnos la vida de un país desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, el declive del comunismo y su conversión al capitalismo más salvaje. No se sabe si le renovarán el contrato en Netflix para poder cerrar la historia con una tercera temporada que, obligatoriamente, saltará hasta bien adentrados los años 2010. Si hubiera que adivinar, podríamos decir que el salto será cerca de 2012, con el advenimiento de la derecha fascista polaca, el huevo de la serpiente de lo que se vive hoy. La vuelta completa es siempre una buena forma de terminar un relato.
Rojst se destaca por el clima y la reconstrucción de época, las capas de misterio, sutiles y bien desarrolladas, un elenco creíble y, a veces, hasta querible, y sobre todo, por su mirada política que, mientras nos cuenta un simple relato policial, aprovecha para convertirse en una suerte de Underground (Emir Kusturica, 1995) y contarnos la historia de un país.