Reseña: La mula
Cuando salía de ver La mula, la última película de Clint Eastwood, pensaba que no quiero que se muera nunca Clint. Y me acordé del video de Salvador Dalí agonizante, al borde del delirio, sabiendo que le quedaba poco de vida. “Los genios no tenemos derecho a morirnos, porque hacemos falta para el progreso de la humanidad. Viva el rey, viva España, viva Cataluña”, fueron sus últimas palabras públicas. Dalí, que era un genio, también era fascista. “Francisco Franco es el héroe más grande de España”, dijo alguna vez. Eastwood, histórico republicano, votó a Trump y lo defiende cada vez que le acercan un micrófono: “Vemos acusar a otra gente de ser racista y todas esas cosas. Cuando yo crecí, todas esas cosas no se llamaban racistas”, dijo el día del estreno de La mula. ¿Que Eastwood sea un poco fascista y vote a Trump hace que sus películas también lo sean? Algún despistado podría pensar que sí, pero estaría bastante alejado de la realidad. Excepto por El francotirador (American Sniper, 2014), donde cuenta la historia de un polémico héroe de guerra, el resto de sus películas van por otro lado.
Pero vamos a La mula, su último trabajo, estrenado en Argentina la semana pasada. Acá Clint retoma la actuación y vuelve al protagónico. Uno imaginaba que el final heroico de Walt Kowalski, su personaje de Gran Torino (2008), sería el broche oro para su trayectoria como actor, pero parece que Clint se dio cuenta de que todavía tenía energías para un round más y quiso despedirse de la actuación de otra manera. En La mula es Earl Stone, un horticultor obsesionado con sus lirios, amado por sus colegas y amigos, pero con una relación difícil con su familia, que le reprocha haber sido un padre y esposo ausente. A Earl le hipotecan la casa, y un muchachito le pregunta: “Abuelo, ¿no se anima a llevar algunos paquetes a cambio de unos buenos dólares?”. Y así empieza la historia del anciano que es mula de los narcos, basada en la vida de Leo Sharp, un veterano de guerra estadounidense, detenido en 2011 por traficar cocaína para el cartel de Sinaloa.
La mula lo encuentra a Eastwood muy relajado y eso provoca muchas intervenciones cómicas. Su intercambio de palabras con las motoqueras lesbianas, la charla con los policías a los que coimea con nueces o cada instante en que intenta pronunciar palabras en español son algunos de los ejemplos que muestran esa soltura que le hace tan bien a la película. Obvio que también hay algunos momentos dramáticos, que son filmados y actuados con maestría por Clint, y llegan a su clímax en el precioso plano final (alguien tiene que compilar en un video todos esos grandiosos planos finales de Eastwood).
Volviendo a lo que planteaba al principio, una de las escenas que mejor explican que el cine de Eastwood no es facista es cuando Earl se cruza con un afroamericano en la ruta, que busca señal con su teléfono y trata de googlear cómo se usa un crique. Earl frena con su auto cargado de cientos de kilos de cocaína, bajo la atenta mirada de sus jefes, que lo vigilan en un coche que viene detrás. Después de renegar porque las nuevas generaciones usan el celular para cualquier idiotez, Earl le dice “negro” al morocho, que lo mira sorprendido y le cuenta que ya no se usa esa palabra. Earl se ríe (y Clint también), le cambia la rueda y sigue su camino. “Nos definen las acciones, lo demás es blablablá”, cantaba Pez, una banda argentina que fue sentenciada por sus acciones.
No es casual que el eslogan de la campaña publicitaria de La mula sea “Nadie huye para siempre”. La redención es un tópico que se repite en el cine de Eastwood, donde nunca es tarde para darse cuenta de lo que realmente importa. Aunque Clint salga a defender a Trump, sus películas (que son sus acciones) siempre van a estar del lado de los buenos. Si esta fue la última vez que lo vimos actuar, se despidió con un film memorable, a la altura de los mejores de su carrera. Al final, Dalí tenía razón: Clint Eastwood es un genio y no tiene derecho a morirse.