Reseña: Fuerza Mayor

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Cámara estática. Una montaña cubierta de nieve. Música clásica. Imponente, punzante, filosa. Desde la primer nota nos vemos obligados a prestar absoluta atención. Sigue la montaña. Sigue la pureza saturada de la nieve. Una familia tan blanca y perfecta como la naturaleza que los aísla. Un centro de Esquí en los Alpes será el ambiente en donde se encarnará a la burguesía europea de mediana edad. La música continúa y la sensación vuelve. No es hasta que vemos toda la película que comprendemos lo que ocurrió: Durante dos horas fuimos espectadores de la exposición implacable de un individuo. Planos fijos, ambientes que abstraen a la familia, una cámara que observa pasivamente y se adentra sin entrometerse. Con la montaña como telón de fondo y la observación como premisa, se nos ha mostrado el desmoronamiento del arquetipo de hombre exitoso.

Acá hay que hacer una pequeña pausa. Es necesario comprender que Fuerza mayor se construye sobre una encrucijada que universaliza al ser humano. El contexto social en el que se ancla la película no es más que un punto a partir del cual se realiza una crítica (superficial, tal vez) a la clase media alta europea. Pero Fuerza mayor, ya desde su título, plantea una situación de peligro que expone una supuesta esencia humana. Cuando el vértigo obstruye la razón, cuando el instante para decidir es tan filoso que quedar de un lado u otro de la línea es vivir o morir, algo nuestro prevalece y decide. Y es acá, en donde roza nuestra individualidad con el mundo, que se apoya Ruben Östlund, el director de la película, para exponer a su protagonista.

Thomas deja a su familia sola con-lo que se creía- una avalancha, pero este no es el sumum de su accionar nefasto, es sólo su punto de partida. Su acción más condenable es el basamento de todas las que vienen después. Porque si el abandono de sus seres queridos frente a una muerte segura lo hace un ser humano mezquino y egoísta, la posición negadora e infantil que toma después lo revela como un cobarde. Le dice a su mujer una y otra vez que simplemente tienen distintas versiones de los hechos, cuando la escena de la avalancha se encarga de dejar bien claro que la realidad es una sola. Es evidente, inteligentemente obvio: el personaje huye hacia la cámara. Östlund lo trae hacia nosotros para escupirlo de nuevo con las personas que debió proteger. Esta escena es fundamental para comprender la construcción de Thomas que lleva adelante el director: No es sólo lo que hace, es que lo vemos todo. Tanto su accionar cómo las consecuencias que trae. La cámara no se entromete, no injiere, pero no deja escapar nada. Ostlund nos  invita simplemente a presenciar la historia de un vínculo familiar que se corroe. No indaga en la naturaleza del Thomas. No hay mutaciones ni cambios en su personalidad que puedan interesarnos realmente (no hasta el final, al menos). El proceso que vive es el de la exposición de su bajeza humana, no el del razonamiento o meditación sobre ella.

Es en este punto en donde la película se define, esta es la arista en donde se cruzan el relato y las decisiones estéticas: La contemplación. Esta premisa unifica el relato con muchísima habilidad, pero tiene una consecuencia en el plano discursivo: Hay una pérdida de fuerza en la línea que pretende instaurar una crítica social. La película sobre una estética, un trabajo del sonido, encuadres y tiempos volcados a la observación, no al análisis. Aún así, no puede dejar de reconocerse el talento de Ostlund para delimitar el contexto y evidenciar rasgos distintivos del estrato social tratado. Pienso en el hecho de que Thomas salve sus pertenencias en lugar de a su familia, por ejemplo. O el amigo divorciado que deja a su ex mujer con los hijos para irse de vacaciones con una mujer 20 años más joven. También, por qué no, la posición de su mujer: Ebba parece “independizarse” de él diciéndole que va a usar su propia tarjeta de crédito para pagar el día de Esquí. Ostlund, con mucha astucia, expone los valores de barro que rigen ese mundo idílico.

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Hacia el final de la película, algo cambia. Thomas habla con Ebba afuera de la habitación. Simula llorar. Excede lo infantil y lo básico, es manipulador y cobarde. Se ve sin salida y monta un mea culpa vacuo y poco creíble. Y ahí, cómo una sentencia inapelable que cae sobre él, su mujer le dice “ni siquiera estás llorando en serio”. Ostlund tensa y tensa a Thomas para llevarlo hasta este momento. Lo expone hasta dejarlo sin salida. No hay más rincones, no hay más roles establecidos ni una libertad económica que lo ampare. Y acá la película comienza a cerrarse. Thomas se hace cargo. Confiesa pausado, decepcionado, consciente de que no es nada de lo que cree ser (ni siquiera menciona la avalancha y lo que hizo). Jura no poder vivir más consigo mismo. Y a pesar de que es imposible creer que es una confesión honesta, continúa: Ha sido infiel, ha sido un mal padre, llegó al punto de hacer trampa jugando con sus hijos. Pero luego, explota. Y llora. Y llora. Y llora realmente, sin poder contenerse, sin poder detener una catarata de miedo que lo hace horriblemente vulnerable y muestra la fragilidad de su máscara. Y a pesar de que los dos hijos lo abrazan, la mujer no se acerca hasta que la hija la obliga. Ella sabe que llora por él mismo. Llora porque está acorralado, porque se vio cara a cara con su propia mediocridad humana. No llora por haber dejado a su familia, llora por lo que eso dice de él. Y ahí está, echado casi en el piso, con toda su familia siendo una colcha de abrazos. Ebba se acerca y extiende los brazos para abarcar a toda su familia. Dentro del círculo familiar, la madre comienza a cicatrizar la herida.  No hay mérito de Thomas, hay pasividad de Ebba. O coraje, dependiendo de quién lo mire.

La oportunidad de redención que Ostlund le da a Thomas es un ejemplo más del planteo narrativo de la película: Esquiando los cuatro juntos, en algún momento Ebba se queda atrás. Se escucha su grito de auxilio naciendo en la incerteza de la nieve, viento y neblina. Una cámara fija evidencia la intemperie circundante, la violencia del viento es banda sonora que transforma el grito de Ebba en un susurro lejano. La naturaleza le da una posibilidad de redención, su familia la oportunidad de volver a confiar en él. Y Thomas decide adentrarse en un futuro inmediato y difuso para poder volver a creer que la imagen que tiene de sí mismo es realmente él. Vuelve con ella en brazos. Salva a su mujer, le devuelve la madre a sus hijos. “Papá y mamá” dice el chico. La familia no está perdida. La construcción de Thomas frente a ellos tampoco. Pero, ¿Qué ocurre con nosotros, los espectadores?

Östlund plantea una supuesta esencia en Thomas que no termina de definir ni desde su faceta económico-material ni desde su condición humana. No enfrenta esa desición porque puede ampararse en la edificación de un relato que se limita a exponer. Simplemente nos echa en cara la naturaleza de un hombre mezquino. La construcción narrativa de Ostlund es tan consecuente en su desarrollo que no se le puede criticar la falta de precisión en el planteo idiosincrático de la burguesía europea. Ahora bien, si aceptamos esto en pos de entregarnos al planteo contemplativo, no podemos decir que Fuerza mayor realmente intente desplegar una crítica de clase. Es un lugar, un contexto de anclaje que está mucho más cerca de ser una apreciación que una observación incisiva. Tal vez es cierto que a esta altura del partido es redundante mostrar el instinto egoísta y auto preservador de la burguesía. Aún así, la exposición de la esencia de Thomas es absolutamente remarcable. El director lo construye (o destruye) sin máscaras, sin el prejuicio que nos hace creer que es un hombre ejemplar. No tenemos razones, tenemos hechos. Y nosotros, inmersos en tiempos dilatados y planos imponentes, somos meros espectadores de la erosión de una familia. Desde el primer plano de la película hay una banda sonora que pone a nuestros sentidos en estado de alerta, dejándonos percibir una tensión latente que crece en forma casi imperceptible. No hay amartía ni identificación con el protagonista. Fuerza mayor nos abstrae en una naturaleza descarnada que será el telón de fondo para observar la esencia desnuda de un hombre. No promete más. No entrega menos. Simplemente expone. Y ahí estamos nosotros, los espectadores, sin acceso a razones ni conclusiones.

Tan solo contemplando.