Cine Bélico – La propaganda a 24 cuadros por segundo
Cada guerra es una destrucción del espíritu humano.
Henry Miller
El cine bélico ha sido utilizado más que ningún otro género en la historia del cine como propaganda chauvinista -cuando no directamente imperialista o fascista- por todos los gobiernos del mundo que han tenido la oportunidad de ponerlo en práctica.
El cine norteamericano generalmente suele utilizar el género bélico para venderle al público esa idea del soldado heroico y abnegado, dispuesto a entregar su vida por la patria, pero también entrenado para asesinar por los ideales de E.E.U.U, que ellos mismos suponen más elevados que los del resto del mundo. Más cerca del übermensch alemán que del héroe colectivo propuesto por Oesterheld en El Eternauta, el militar norteamericano es siempre mostrado como un superhéroe sacrificado, un noble defensor de las libertades individuales que solo lucha por causas justas.
Pero no solo los Estados Unidos han utilizado al cine de guerra como propaganda. Las mejores armas para ganar una guerra -la pistola y la cámara- nacieron juntas a finales del siglo XIX, y nadie se privó de usarlas para torcer la historia en su favor. La Unión Soviética haría lo propio utilizando a sus más grandes directores para elaborar la imagen de una potencia según la ideología del Partido, realizando películas donde no hay un protagonista unívoco ni un héroe individual, sino que el mismísimo pueblo, la clase obrera en acción, será quien logre la victoria sobre el opresor. Y más adelante Alemania se valdría de la sensibilidad visual de la talentosa Leni Riefenstahl para intentar demostrarle al mundo que su nación era superior, tanto en el plano espiritual como en el ideológico.
Paradójicamente, ningún género cinematográfico ha sido tan prohibido como el cine bélico. Aquella película que en cierto país podía servir de inspiración para sumar futuros alistados, en otro sufría la censura por tratar temas contrarios a la doctrina del gobierno de turno.
Así y todo, a pesar de la frase de René Clair (“nadie ha hecho aún una buena película antibélica, porque aún tenemos guerras”), las mejores películas de este género suelen ser las que van justamente en contra del núcleo mismo del género: las pacifistas, las que critican la guerra, las antibélicas. Las películas-propaganda suelen ser, en general, estúpidas y burdas, tan exageradas que a medida que envejecen se vuelven más y más grotescas. Pero la crítica a su ideología suele aparecer con el correr del tiempo.
Hoy en día todos los críticos reconocen que Los Invasores (Michael Powell, 1941) y La patrulla perdida, de John Ford (1934) -por poner solo dos ejemplos- fueron películas/propaganda encubiertas como cine-espectáculo de calidad -como sucede en el presente con Vivir al límite (2008), propaganda imperialista y pro bélica que, amén de su calidad técnica impecable, retoma lo peor del cine propagandístico de los ’30 y ‘40 y se hace con varios premios Oscar, señal inequívoca de la academia que refuerza su mensaje anti-musulmán-. Son películas que pierdan vigencia, tornándose torpes y de una calidad discutible con el paso del tiempo. Sin embargo, cintas antibélicas como La gran ilusión (Jean Renoir), Senderos de gloria (Stanley Kubrick 1957), o La condición humana (1959) de Masaki Kobayashi, resisten el paso del tiempo y se resignifican constantemente.
En el breve cameo que realiza Samuel Fuller en Pierrot le fou (1965) de Jean-Luc Godard, ante una pregunta de Ferdinand (Jean Paul Belmondo) el director norteamericano se anima a dar una definición del séptimo arte: “el cine es como un campo de batallas: amor, odio, acción, violencia, muerte. En una palabra: emociones”. El cine se transformó en la única percepción que la mayoría de los seres humanos tenemos de la guerra. Ergo, el cine es la guerra.
El séptimo arte con todo su imaginario audiovisual, con su técnica, con las grandes estrellas, con los efectos especiales y con un lenguaje propio, reemplaza a la guerra y se transforma en su propia imagen.
“Hay absurdos de diversos tipos: el de la masacre, y el de caer en la trampa del engaño de la masacre. Ocurre como en la fábula de La Fontaine: el día que se produzca una guerra de verdad, ni siquiera notaran la diferencia”. Dice Jean Baudrillard en su libro La guerra del Golfo no ha tenido lugar. “Los medios de comunicación promocionan la guerra, la guerra promociona los medios de comunicación, y la publicidad rivaliza con la guerra…. entonces ¿qué?, ¿la guerra o la publicidad?” Y nosotros, simples espectadores ¿Qué sabemos de la guerra más que lo que nos muestra el cine? ¿Cómo contrarrestar eso que nos cuentan las películas si nunca estuvimos en un campo de batalla? Cierto día, mientras observábamos un ejemplo cinematográfico en una clase de narrativa, una alumna planteó su disconformidad sobre el sonido de una cabeza arrancada de cuajo por el maletero de un auto. La pregunta pertinente sería ¿Quién sabe cómo suena una cabeza cortada de un golpe? ¿Cuántos de nosotros podemos asegurar empíricamente como suena una explosión en la jungla? ¿Alguno de los que leen esta nota ha estado alguna vez en una trinchera? Como dijo Erasmo de Rotterdam “la guerra solo es deliciosa para aquellos que no la han enfrentado”.
Cuando Griffith retornó de los campos de batalla de la 1er Guerra mundial en 1917, confesó su decepción por lo que vio allí. Narró una situación carente de drama, emoción y heroísmo. Entonces, con parte del material filmado y con algunas reconstrucciones rodadas en Inglaterra y Estados Unidos, realizó Hearts of the world (1918), dotando a la guerra de aventuras emocionantes, héroes, villanos, y una historia de amor, nada más lejano a las muertes deshonrosas y el barro que había encontrado en las trincheras que visitó para documentarse. He ahí la verdadera guerra, la única que conocemos: la que nos cuenta el cine.
El séptimo arte, con su actual tendencia a inclinarse por el cine de ficción, comenzó siendo un arte de registro de una realidad parcial. Las primitivas películas mostraban hechos documentales como la salida de obreros de una fábrica, o la llegada de un tren a su estación. Y las primeras películas de guerra siguieron esta misma línea, mostrando soldados desfilando y marchando al frente. La primera proyección de Edison incluía Emperor reviewing his troops, en la que el káiser Wilhen pasaba lista a sus hombres, y estamos hablando del año 1896, cuando el cine aún estaba en pañales. La atracción por mostrar imágenes bélicas se encuentra desde los orígenes mismos del séptimo arte.
Poco tiempo después llegaría la ficcionalización de los eventos bélicos. La guerra de Cuba, la rebelión de los bóers africanos, la guerra ruso-japonesa y el levantamiento de los boxérs chinos serían llevados a la gran pantalla mediante reconstrucciones en lugares muy lejanos de donde ocurrieron, con locaciones como New Jersey en lugar de Sudáfrica y los jardines locales en lugar de Japón, y con actores en lugar de guerreros reales. De aquí en más, el cine bélico sería predominantemente de ficción.
En 1914 Francis Ford, hermano de John Ford, dirige y actúa Be neutral, una película que intentaba explicar el aislacionismo norteamericano. En 1917 Estados Unidos deja de lado su aislacionismo y le declara la guerra a Alemania. El Comité de Información Pública funda la División de Cine, nada más y nada menos que propaganda para reclutar nuevos soldados, convencer al pueblo de que la lucha era justa y recaudar fondos para seguir costeando la guerra.
Unos años después, los cineastas de la posguerra entendieron que los espectadores del mundo se habían asqueado (momentáneamente) de los horrores de la guerra, y comenzaron a realizar films antibélicos con una gran dosis de espectacularidad como The big parade (1925) de King Vidor, críticas implacables como ¡Yo acuso! (1918) del francés Abel Gance y películas antibélicas más radicales como Sin novedad en el frente (1930) de Lewis Milestone, en la cual ya no se muestra a los alemanes como animales asesinos y violadores, sino que se posiciona de su lado y los humaniza. En otro continente, La Unión Soviética realizaba su primeras películas revolucionarias/propagandísticas apoyando al Partido, de la mano de Dziga vertov y Sergei Eisenstein, dos realizadores fundamentales para la evolución del lenguaje cinematográfico, genios del montaje, que dejaron testimonio de su genialidad en los films El acorazado Potemkin y La huelga (Eisenstein 1925, 1924) y los documentales periodísticos Cine Ojo (1924) de Vertov. Mientras tanto en Alemania George Pabst realiza una película pacifista y crítica, llamada Cuatro de infantería (1930), donde se revelan la insensatez de los conflictos bélicos y sus terribles consecuencias al punto de ser prohibida en la Alemania Nazi, acusada de contagiar y extender un espíritu derrotista.
El ataque a Pearl Harbor durante la segunda guerra mundial obligó a Hollywood a tomar una postura en favor de los aliados. El gobierno creó un comité de investigaciones y creación de propaganda de guerra en el cine, financiando producciones hollywoodenses que distribuían gratuitamente. El cine de guerra de esta época, mostraba a los nazis como unos malnacidos capaces de cualquier cosa, y a los japoneses como unos extraños malditos y astutos, mientras los soldados americanos eran retratados al estilo Hollywood: valientes, justos, románticos. Los campos de batalla eran, para el cine norteamericano, lugar de héroes y mártires. Los muertos justificaban la guerra, porque el enemigo era implacable y malvado.
A medida que la guerra se acercaba a su inevitable final, el tema del regreso de los veteranos de guerra cobraba relevancia en los argumentos de las películas bélicas. Los mejores años de nuestras vidas (William Wyler, 1946) ponía en imágenes el dilema de los soldados que volvían a su patria, mientras que las obras más detractoras como De aquí a la eternidad (Fred Zinneman, 1953), hacían hincapié en las críticas a una cúpula militar corrupta y desquiciada.
En Europa, con la ciudad-estudio Cinecittá destruida por bombarderos alemanes luego de que el estado fascista de Mussolini decide separarse del eje declarando la guerra a los nazis, de las cenizas de una Italia rota nace el neorrealismo, cine crítico y vanguardista por obligación, que transformó a la posguerra en una obra de arte. La trilogía de Roberto Rosellini –Paisá (1946), Roma, ciudad abierta (1945) y Alemania año cero (1947)- o Ladrón de bicicletas de Vittorio de Sica, son grandes ejemplos de este movimiento cinematográfico tan original e influyente.
Al margen de ficciones bélicas como El sargento york (1941) de Howard Hawks y Objetivo: Birmania de Raoul Wlash, entre 1943 y 1945 se filmó lo que sería el paradigma del cine propaganda: Why we fight, siete documentales bajo la supervisión de Frank Capra, con fragmentos de noticiarios nazis re-montados y dibujos de la Disney creados especialmente para la ocasión. Está películas demonizaban al enemigo, alentaban al soldado a combatir y explicaban el porqué de la lucha. Irónicamente, sesenta años después de esta serie de películas propagandísticas, imperialistas y en favor de la guerra, se estrenó el documental de Eugene Jareck llamado también Why we fight (2005), un fuerte alegato antibélico y antiimperialista, que desmonta las mentiras del gobierno de Bush.
La segunda guerra mundial se transformó en el conflicto bélico más popular dentro de la industria cinematográfica, que producía películas cada vez más espectaculares, introduciendo recursos del cine de evasión y aventuras en obras muy populares como El puente sobre el río Kwai (David Lean, 1957), La gran Evasión (John Sturges, 1963) o Los cañones de Navarone (1961) de J. Lee Thompson. Mientras directores europeos como el polaco Andrzej Wajda se la jugaban con películas como Kanal (1957), un drama sobre la resistencia polaca en la Varsovia ocupada por los nazis, y Andrei Tarkovski entregaba su poética y propagandística opera prima (La infancia de Ivan, 1962), el cine norteamericano era simplemente la representación de un imperio poderoso y siempre ganador.
En argentina, mientras se debatía si el país debía mantenerse neutral o inclinarse por uno de los dos lados en pugna, Lucas Demare realiza La guerra gaucha (1942), película épica que narra la batalla entre los gauchos liderados por el caudillo Martín Güemes contra el ejercito realista español, considerada una de las mejores de la historia de nuestro cine.
Entonces llegó Vietnam, y Hollywood no supo cómo reaccionar ante la derrota. La mentalidad de gran parte del pueblo del norte había cambiado, se intuía una guerra injusta, innecesaria, y ya no era tan fácil engañara a la mayoría con propaganda. En las antípodas del cine visceral y crítico de Gillo Pontecorvo (La batalla de Argel, 1966), Boinas verdes (1968) de John Wayne, una película que retomaba el estilo de los films de los años ’40 y ’50, fue recibido con protestas y manifestaciones de parte de un sector de la ciudadanía.
Sin embargo, el realismo sucio de Doce del patíbulo (Robert Aldrich, 1967) en el que un grupo de delincuentes peligrosos (encarnados por Charles Bronson, John Cassavetes, Donald Sutherland, entre otros) deben realizar una misión suicida liderados por el Mayor Reisman (Lee Marvin), fue todo un éxito. Allí donde falló la película de Wayne con su patrioterismo a la vieja usanza, Doce del patíbulo retoma la guerra más popular y la llena de violencia y acción, para transformarse en una de las mejores películas bélicas de la historia del cine.
Lejos de Vietnam (1967) puede ubicarse en una tercera posición entre el trabajo de Wayne y Aldrich. En las antípodas de Boinas verdes y Doce del patíbulo, el documental dirigido en conjunto por una mixtura de reconocidos –y talentosos- directores de diferentes partes del mundo –Godard, Marker, Resnais, Varda, Ivens,Klein y Lelouch- es puro agitprop anti imperialista y antibelicista, un documento de contra-información ante la insistente propaganda norteamericana y la declaración de principios de un grupo de realizadores comprometidos con su tiempo.
Por su parte Robert Altman sentó posición en contra de la guerra retomando el conflicto con Corea en su genial comedia M.A.S.H (1970), tarea difícil la de criticar con humor, cosa que supieron hacer Charles Chaplin con El gran dictador (1940) o Stanley Kubrick en su film Dr. Strangelove, de 1964.
Pero a la hora de tocar el tema Vietnam, los directores no podían ser más que pesimistas y críticos. Como decía unas líneas atrás, Hollywood no supo cómo reaccionar ante la derrota, así como el pueblo norteamericano no supo cómo reaccionar ante sus consecuencias. El síndrome de Vietnam, que se expresaba no solo en el stress post-traumático que sufrían los veteranos, sino principalmente en la imposibilidad de que los ciudadanos vuelvan a renunciar a sus vidas en pos del imperialismo, descreyendo de los valores que suponían que su país defendía por medio del ejército, y olvidando momentáneamente la doctrina del destino manifiesto, tuvo consecuencias en el cine estadounidense, que comenzó a narrar historias de veteranos desquiciados, abandonados por el estado y sus conciudadanos, buscando una reivindicación violenta y viviendo en carne propia el síndrome de Vietnam, como claramente se muestra en El cazador (Michael Cimino, 1970), Los visitantes (Elia Kazan, 1972), Tarde de perros (Sidney Lumet, 1975) y Taxi driver (Martin Scorcese, 1976), todas películas inmensas, de culto, lo que abona a la teoría de que el cine de guerra crítico suele ser superior al propagandístico.
La cruz de hierro (Sam Pekinpah, 1977) y Apocalypse now (Francis Ford Coppola, 1979) quizá dos de los más grandes films bélicos de la historia del cine, mostraban su posición crítica a través del retrato de diferentes guerras (la segunda mundial y Vietnam respectivamente), exponiendo la locura y la violencia sin sentido que engendran los conflictos armados.
Los años ’80 contaron con películas críticas y antibelicistas como El submarino (Wolfgang Petersen, 1981), visión alemana de la locura de la guerra, o Los gritos del silencio (1984) de Roland Joffé, Full metal Jacket (1984) de Satnley Kubrick, Pelotón (1986) de Oliver Stone y Pecados de guerra (1989) de Brian de Palma, en donde los salvajes despiadados ya no son los otros, sino los propios soldados norteamericanos, retratados como psicópatas capaces de cualquier atrocidad en nombre de la libertad y la democracia.
En argentina con la vuelta de la democracia, Bebe Kamín dirige Los chicos de la guerra (1984), largometraje dramático que narra la historia de tres jóvenes provenientes de diferentes clases sociales enviados al conflicto del Atlántico Sur, y las consecuencias que la maldita guerra tuvo en cada uno de ellos.
Pero los ochenta tenían reservada una sorpresa más: a medida que avanzaba la década, el furor por el cine revisionista de Vietnam vino de la mano de películas de acción pura y dura, que intentaban reescribir la historia cambiando parcialmente el resultado de la nefasta guerra, justificándola y mostrando al soldado como un héroe que no fue comprendido en su momento, reivindicándolo en argumentos inverosímiles al más puro estilo propagandístico hollywoodense. Más allá del valor (1983) de Ted Kotcheff, Desaparecido en acción (1984) de Joseph Zito, o Rambo 2 (1985) de George Pan Cosmatos, películas de acción bobas, trilladas y pasatistas, hicieron delirar a los espectadores deseosos de una revancha por el fallido experimento Vietnam.
Pero hollywood siempre mantuvo a la segunda guerra mundial, su favorita, en un pedestal. Los galardones de la Academia -esa palmadita en la espalda a los amigos que se portan bien- siguió recayendo en películas de impecable e indiscutible factura técnico-narrativa, pero siempre imbuidas en ese patrioterismo melancólico, añorando aquellas guerras ganadas. Mientras films como Rescatando al soldado Ryan (Steven Spielberg, 1998), La lista de Schindler (Spielberg, 1993), o El pianista (Roman Polanski, 2002), se hacían con los premios Oscar, películas que narran otros conflictos menos populares como Tierra y libertad (Ken Loach, 1995), La delgada línea roja (Terrence Malick, 1998) con una visión pesimista y crítica de la segunda guerra mundial, o Tres reyes (David Rusell, 1999), sátira ácida y mordaz del conflicto con Iraq, quedaban relegadas a premios europeos como el de Berlín o el Goya, lejos de ganarse la simpatía de los orgullosos norteamericanos de la academia.
“Los acontecimientos del 11 de septiembre fueron un evento cinematográfico, la catástrofe más inmediata y extensamente documentada de la historia de la humanidad”, dice Hoberman en su libro El cine después del cine. Esa fecha fatídica para el centro financiero del imperio norteamericano, también fue un shock para la industria cinematográfica. Una vez más, como sucedió con Vietnam, la industria no supo cómo reaccionar ante una nueva derrota, aunque más no sea simbólica. Las productoras posponían o directamente cancelaban las películas que tenían argumentos relacionados con guerras, ataques terroristas catástrofes, y se modificaban o eliminaban las escenas en las que aprecian las Torres Gemelas. Pero cuando notaron que el país vivía una especie de revival por las películas de guerra patrioteras y los típicos héroes norteamericanos luchando contra el terrorismo (Rambo, Duro de Matar), comenzaron a lanzar aquellos films que tenían archivados por miedo a la reacción negativa del público. La caída del halcón negro (Ridley Scott, 2001) y Daño colateral (Andrew Davis, 2002) fueron éxitos de taquilla repudiados en general por la crítica. Hollywood comprendió rápidamente el tipo de historias que buscaba la gente, y películas como Fuimos soldados (Randall Wallace, 2002), Más allá del deber (David Cunningham, 2001) o La suma de todos los miedos (Phil Robinson, 2002) eran lanzadas al mercado aprovechando la creciente belicosidad del pueblo norteamericano.
Hoy, la niña mimada de la academia es la talentosa Kathryn Bigelow. Si Soldado anónimo (Sam Mendes, 2005) representa al cine bélico de mitad de los 2000 que critica la guerra sin sentido y la política exterior estadounidense, Vivir al límite (Bigelow, 2008), ganadora del premio Oscar en las categorías mejor película, mejor director y mejor guión original (entre otros), es la mirada imperialista y anti-musulmana, que dibuja a sus soldados como héroes impolutos y transforma a los ciudadanos iraquíes en terroristas desalmados y retrógrados que solo saben colocar bombas.
Lo más interesante en materia de cine bélico de los últimos años posiblemente podamos encontrarlo en esa doble producción de Clint Eastwood que coloca una mirada en cada bando en pugna. Banderas de nuestros padres (2006) y Cartas desde Iwo Jima narran la batalla de Iwo Jima y la génesis de una de las fotos más conocidas de la historia de las guerras, desde perspectivas antagónicas pero complementarias.
Iluminados por el fuego (2005) de Tristán Bauer, centra su argumento en la guerra de Las Malvinas –una herida que parece nunca cerrarse- y critica un conflicto inútil, perdido de antemano, relatando los vejámenes que sufrieron los soldados argentinos de parte de un clima hostil, un enemigo invisible y el maltrato de sus propios mandos del ejército.
Este género aun tiene mucho para dar. Mientras se sigan retomando antiguas guerras para narrarlas de manera original o directamente distorsionarlas, y los nuevos conflictos del mundo sean transformados en guiones para ser llevados a la pantalla grande, seguirán existiendo grandes producciones (Valkiria. Brian Singer, 2008), películas propagandísticas (La noche más oscura. Bigelow, 2012), películas criticas (Green zone. Paul Greengrass, 2010 / Redacted. Brian de Palma, 2007), documentales de denuncia (Restrepo. Tim Hetheringtoalenn, 2010) y ucronías tan salvajes como originales (Bastardos sin gloria, Quentin Tarantino, 2009).
El cine bélico es un género sumamente rico e inagotable. Toda película que lo aborde (aunque más no sea rozando sus márgenes) estará inevitablemente impregnada de una ideología determinada, por una razón muy simple: el director vive en el planeta tierra y es un ser subjetivo. Dependerá del espectador el poder diferenciar entre propaganda pura y un film con contenido ideológico, decodificar los signos, símbolos y así deshacer los mensajes subliminales, o absorberlos.
Pero no solo depende del espectador. Su educación, el tipo de sistema político que lo rige, el lugar donde vive, su situación socioeconómica, su sensibilidad ante la publicidad/propaganda y la predisposición a leer entre líneas mientras mira una película, determinara su posición frente al relato que se le está proponiendo.
El cine sigue siendo una poderosa arma de manipulación masiva, pero también una de las artes más bellas de la humanidad, tan seductora como movilizante, generadora de pasiones y odios en partes iguales. Por eso es fundamental que el cine tome posición frente a los conflictos –armados y de los otros-.El mundo no puede existir sin el cine, y por esa razón está mucho más lejos de la extinción de lo que algunos quieren creen.