Back to Black: sabés que no soy buena

Hay vidas que son dignas de contar, otras no. Hace rato que el cine comenzó a escarbar en historias reales para llenar las pantallas y buscar un poco de credibilidad a la hora de competir en las temporadas de premios, desde Cate Blanchett haciendo de Bob Dylan hasta Cillian Murphy interpretando a Robert Oppenheimer. En los últimos años, después del éxito de Bohemian Rhapsody, comenzaron a multiplicarse las biopics musicales, después vinieron la de Elton John, la de Bob Marley, Elvis en sus mil reencarnaciones e, incluso, el megalomaníaco proyecto de Madonna que nunca llegó a concretarse y buscaba contar su vida teniendo control total sobre la dirección, producción y guion.

Era cuestión de nada que Amy Winehouse se sumara a la lista. Su historia tenía todo para convertirse en carne de guionista, pero principalmente dos elementos: talento y desgracia. Tal vez ella se trate de la última persona en convertirse en una leyenda de la música, miembro célebre del llamado club de los 27, esos artistas torturados que pareciera que al llegar a esa edad sienten que ya lo dieron todo y deben irse (Morrison, Kurt y Janis, entre otres), Amy fue una poeta maldita, una cantante de una voz única que plasmó en apenas dos discos su dependencia emocional poblada de demonios internos que acompañaba con un look inventado por ella, vestidos diminutos, tatuajes cabeza, el rodete a la Ronnie Spector y el piercing rocho tan 2006. Después de un desbarranque mediático de la mano de Blake Fielder, su pareja, que hasta superó en escándalo la caída pública de Britney Spears, otro ícono maldito, Amy murió en 2011 de un paro cardíaco derivado de su bulimia y alcoholismo. Con todos estos elementos a disposición, la mesa estaba servida para transformarse en biopic.

En Back to Black, dirigida por Sam Taylor Johnson (Nowhere Boy, A Million Little Pieces) y protagonizada por Marisa Abela, Amy se convierte en un objeto de explotación. Acá no hay metáforas ni ningún elemento que sirva para ahondar en la profundidad de un personaje enorme. El guion va en un orden cronológico a rajatabla que se siente como estar leyendo las secciones de una página de Wikipedia. Podemos verla con su familia en el comienzo, cantando e intentando componer canciones en su cuarto para cruzarnos luego con un cazatalentos que la descubre, la hace sacar su primer disco, Frank, en 2003, que a ella la deja con gusto a nada, “No soy una maldita Spice Girl”, dice tres o cuatro veces por si al público no le quedó claro. En el medio aparece Blake, su musa, el tóxico destructivo que la inspira para esa obra maestra que fue Back to Black en 2006 y que la convierte en la mujer británica con más discos vendidos de Estados Unidos (pre-Adele, claro) y también en el alimento de los paparazis más sanguinarios.

Back to Black es una película de blancos y negros, no hay puntos medios. Su padre es un pobre hombre que siempre quiso lo mejor e intenta salvarla (atención a la escena en la que descubre una pipa con la que Amy fuma crack), la frustración de Amy por no poder ser madre está representada por un test de embarazo negativo que se hace en un baño y la lleva al llanto más profundo junto a Blake. Marisa Abela da lo mejor de ella, hace lo que puede con lo que tiene, pero cuando le toca interpretarla sobre el escenario está más cerca de una participante de Tu cara me suena que de la Amy verdadera.

Una biopic no tiene por qué ser un testimonio que vaya en busca de una verdad absoluta, estopa claro, pero acá no hay recortes, no hay sutilezas, no hay nada que quede sin decir, como sí pasaba, por ejemplo, en ese ejercicio casi mudo de Gus Van Sant sobre Kurt Cobain, The Last Days. Después de verla es inevitable comparar la película con el documental Amy, de 2015 dirigido por Asif Kapadia. Con footage personal de la familia y testimonios de sus allegados se arma un rompecabezas a partir de la complejidad de un personaje frágil pero fuerte, autodestructivo pero vehemente. En el documental podemos ver cómo la relación con Blake no era su único problema, también estaba su padre, el bueno de la película, que la obligaba a protagonizar un reality post rehab contra su voluntad (My daughter Amy, de 2010) y le armaba una gira por Estados Unidos en el peor momento de su adicción cuando no podía ni mantenerse en pie. Además, la vemos a ella, su testimonio vivo, aparece contando que toma antidepresivos desde los 13 años, pero también riéndose con sus amigas y quejándose por compartir nominación en los Grammy con gente siniestra como Justin Timberlake y ahí es donde se nos permite humanizar a un personaje en vez de caricaturizarlo. A la salida del cine, uno se pregunta con qué necesidad y piensa que Back to Black hubiera quedado mejor en la grilla del canal Lifetime (junto a otra biopic desastrosa: Britney, Ever After,de 2017) que en la pantalla grande.