Cuerpos en descomposición: una visita a los primeros trabajos de David Lynch

En su manera de pronunciar la palabra “particular” había algo que me produjo un estremecimiento sin saber por qué.
“Los crímenes de la calle Morgue”, Edgar Allan Poe
A riesgo de traicionar la propia lógica temporal que David Lynch planteó en sus proyectos tardíos, comencemos por el principio: David Keith Lynch nació el 20 de enero de 1946 en Missoula, Montana. Hijo de una ama de casa y un investigador científico del Departamento de Agricultura de los Estados Unidos, David vivió una niñez signada por dos caracteres básicos: el contacto con la naturaleza forestal y el constante movimiento. En un lapso de catorce años, la familia Lynch vivió consecutivamente en los estados de Montana, Idaho, Washington, Carolina del Norte, Idaho (de nuevo) y, finalmente, Virginia. Esta característica nómada, en paralelo a la presencia de una vida silvestre alrededor de los bosques, fue tan formativa para el carácter del joven al punto de ser una de sus obsesiones luego desarrolladas con mayor profundidad en su obra. Inolvidable es la presencia de las hormigas al inicio de Terciopelo azul (Blue Velvet, 1986) o el carácter central de los aserraderos forestales en Twin Peaks (Twin Peaks, 1989-2017).
No es casualidad la constante presencia de figuras aniñadas en la filmografía de Lynch, incluso desde sus primeros cortometrajes (de los cuales hablaremos más adelante). Basta pensar en los protagonistas de tres de sus películas más aclamadas: Jeffrey de Terciopelo azul, Henry de Cabeza borradora (Eraserhead, 1977) o Betty de El camino de los sueños (Mulholland Drive, 2001) y notaremos que Lynch tiene una tendencia a aniñar personajes para poder verter en ellos algunos de sus propios rasgos; principalmente el rechazo a los significados cerrados. Una desconfianza a las palabras, o más bien, al sentido de ellas (mas no a su sonoridad, elemento sobre el cual trabaja constantemente el autor). Lo desconocido es, en Lynch, un punto de partida para ir a la caza de misterios, de carácter muchas veces irresoluble, que conviven con la exploración de los sentidos más que con las respuestas claras.

Lynch comenzó su carrera artística en la pintura y, aunque nunca se vio desligado de ella, supo trasladar la obsesión por los climas puramente visuales a sus películas. Interesante es, ligado a esto, pensar en su primer (a riesgo de no encontrar un término idílico) proyecto audiovisual: Six Men Getting Sick (1967), un loop de seis figuras masculinas descomponiéndose en proyección, realizado a dos cuadros por segundo con una cámara de manivela de 16 milímetros. Lynch llegó a este trabajo después de tener un episodio revelador: el sonido del viento que entraba por la ventana mientras trataba de pintar un parque nocturno. Luego de esto, decidió que quería ver sus pinturas moverse y, sobre todo, escucharse. Es notoria la ambición narrativacon la que cuenta este primer trabajo. Se escucha a repetición una sirena de ambulancia mientras vemos a los hombres (mitad esculturas, mitad pinturas) escupir su corazón por la boca y demás delicias grotescas. El germen del sonido desconcertante tan característico de la obra posterior del director ya estaba en su primera expresión en el campo audiovisual.
Como dijimos anteriormente, Lynch tiene una obsesión particular por la niñez. En palabras del artista, “tuve una infancia idílica”[1]. Sin embargo, esto no fue un conflicto a la hora de retratar infancias traumadas en su obra. Esto se puede ver con claridad en su siguiente trabajo, The Alphabet (1968); financiado por Barton Wasserman, un joven adinerado compañero de Lynch en la Academia de Bellas Artes de Pensilvania que, luego de ver Six Men Getting Sick decidió darle mil dólares (cinco veces más de lo que había costado su primer esfuerzo) a David para que realizara un cortometraje. El resultado fue The Alphabet, el cual podemos considerar el primer film íntegro en la obra de Lynch.
“Please remember, you are dealing with the human form” (traducción: por favor recuerden, están tratando con la forma humana), dicen unos misteriosos labios pintados de rojo a mitad de la película. La imagen, además de ser un summum lyncheano por sí misma, nos plantea una posibilidad de decodificación para con la propia obra del autor; no olvidar nunca que, detrás de macabros e inexplicables sucesos, Lynch siempre está hablando de los caracteres humanos más puros, de los miedos, del amor o de la pasión. No es la excepción este primer film, en donde una joven íntegramente pintada de blanco (cuenta Lynch “para contrastar con el fondo negro”[2]) tiene pesadillas con el alfabeto. El aprendizaje impositivo, aquello a lo cual nos vemos obligados a incorporar. En este caso: las letras, su orden y sonoridad. Lynch ve un horror en esto, y como consecuencia, una posibilidad plenamente liberadora a la hora de estirar, manipular y jugar con el lenguaje (tanto verbal como cinematográfico). No es casualidad entonces cómo termina esta película, que conecta directamente con Six Men Getting Sick: la chica (interpretada por Peggy Lynch, por entonces pareja de David) vomita sangre a borbotones sobre las sábanas blancas luego de despertar de la pesadilla; otra vez la descomposición de los cuerpos. Esta vez como una liberación, o quizás una respuesta física a aquello que se es impuesto, como quien vomita al ingerir un alimento podrido.
Una vez terminado The Alphabet, Lynch se enteró de la reciente creación del Instituto de Cine Estadounidense (AFI). Envió una copia de su cortometraje junto con un guion titulado The Grandmother. El jurado aceptó financiar este proyecto con un costo aproximado de siete mil dólares. Años después, Lynch se enteraría que sólo lo aprobaron por el grado tal de desconcierto que generó en todos los votantes.
Es así como Lynch llega a filmar The Grandmother (1970), no está de más decir, con casi nulo apego al guion original presentado en AFI. Es este film, de más de treinta minutos de duración, el primer gran establecimiento lyncheano en la filmografía del autor. Acá está todo lo que, a posteriori, se va a desarrollar en el vasto mundo de David Lynch, a saber: un uso disociativo de la banda de imagen y la banda de sonido (incluida la música) para generar malestar en el espectador. Es mítica, en este sentido, la escena de la cafetería en El camino de los sueños. La cámara flota y hay una cierta frecuencia, un sonido particular, que envuelve toda la atmósfera de una incomodidad palpable. Esto sirve como base para luego cimentar el susto más grande de la película y, probablemente, uno de los más icónicos en el cine del director: el del vagabundo.
Otra característica clave en The Grandmother, que luego se podría encontrar fácilmente en Cabeza borradora, Corazón salvaje (Wild at Heart, 1990) o Twin Peaks, es un protagonista en el contexto de una familia disfuncional y, muchas veces, violenta. El niño, interpretado por Richard White, un chico del barrio donde vivía Lynch, tiene que disociarse de su penosa realidad, en la que sus padres lo maltratan a más no poder. La vía de escape que encuentra es la fantasía, tal como pasa con los protagonistas de El camino de los sueños o Carretera perdida (Lost Highway, 1997). Junta tierra, una semilla y un poco de agua. De esta orgánica combinación nace la abuela del título, un simpático personaje que lo acompaña en el oscuro mundo en el que vive.

No es menor resaltar esto último: oscuro. Pensemos por un segundo en la casa de Fred, Bill Pullman en Carretera perdida. Es una casa sin límites, con paredes infinitas que se funden en la oscuridad, que parecen no tener fin. Lo mismo se podría decir de la arquitectura industrial y proto-apocalíptica de Cabeza borradora. Lo que en internet pasó a llamarse de forma popular espacios liminales; lugares inquietantes llenos de vacío, valga el oxímoron. La casa de The Grandmother es esto llevado al paroxismo: las paredes sólo se delimitan por una puerta pintada en tiza blanca, y muchas veces ni siquiera eso, simplemente es un fondo negro que parece no tener fin. Eso habla de los personajes (y del mundo que los rodea) con una astucia propia del espíritu Do It Yourself (“hazlo tú mismo”) que tanto pregona el boy scout, un movimiento fundamental en la formación de Lynch. Otro punto clave en este sentido es el reparto del film: todos los personajes están interpretados por amigos o conocidos de Lynch, ninguno de ellos intérpretes profesionales. Si jugamos a hacer conexiones (un recurso harto usado en el análisis del mundo lyncheano), no está de más pensar en este mismo espíritu autosuficiente con el último largometraje del autor hasta la fecha: Imperio (Inland Empire, 2006), realizado íntegramente con una cámara digital de bajo costo a lo largo de varios años de rodaje.
Y si decimos “varios años de rodaje”, es inevitable pensar en el gran suceso que marca la entrada al mundo del cine para David Lynch: Cabeza borradora. No fue hasta 1977 (esto es, siete años después de The Grandmother) que se pudo estrenar el primer largometraje del director. Con más de cinco años de rodaje, una separación matrimonial y noches en soledad en el set de la película, Cabeza borradora es todo un mito del cine independiente estadounidense. Una ópera prima singular como pocas, que fluctúa entre la comedia y el horror con un estilo tan característico como irreproducible (dado que sólo Lynch puede ser Lynch). No nos vamos a centrar en el primer largometraje del director, pero sí es menester volver a una noción antes planteada: todo lo que hace de Lynch uno de los autores más populares y reconocidos en la historia del cine ya estaba presente en sus primeros trabajos, y revisarlos es fundamental para comprender sus obsesiones y marcas autorales.
[1] Chris Rodley (ed.). (2017). Lynch por Lynch. Buenos Aires: El Cuenco de Plata, p.27.
[2] Op. cit., p. 57.



