I Saw the TV Glow: juventudes melancólicas

En el episodio 23 del podcast de la Revista hablamos de la productora A24 y su buen ojo entre lo artístico y lo comercial para renovar el cine de terror, entre aquello que estaba faltando y podía conquistar al público con algo diferente. Algunas de sus últimas películas, como la exitosa Talk to Me del año pasado, ponen una mira más directa sobre ese espectador de la generación Z, la juventud del nuevo milenio o de ahora. Claro que este tipo de público es deseado: un fiel consumidor del terror y de las salas de cine. Pero no siempre a ese mundo juvenil, cuando es representado en la pantalla, se lo interpela desde conflictos del presente.

Con I Saw the TV Glow (2024, Schoenbrun) se logra eso en un efecto de adolescencia extendida que abarca un público ideal millennial y centennial. Por defecto, un poco el espíritu de esta época. Ser joven no solo supone un imperativo de actualidad para cualquier edad, sino una adoración del pasado. Así, la película construye la problemática de vivir en la melancolía: por cierta pobreza del presente y crisis existencial, con la carencia o insuficiencia de una vida joven que se aleja del ideal adulto del viejo pasado y se aferra a su propio pasado.

Este tipo de drama “adolescente adulto” se desarrolla combinando dos temporalidades en un ritmo que parece un loop. Owen, muy bien interpretado por Justice Smith, crece como un niño solitario que en 1996, cursando séptimo grado, conoce a Maddy; con ella, un programa de televisión animado que le sirve de escape de la realidad donde están sus conflictos de identidad y de familia. Luego, en la adultez, tiene un trabajo precario y poco feliz en un cine, pero se reencuentra con su amiga y con el programa en VHS que sigue siendo un refugio y, de a poco, otra dimensión.

Algunos de estos puntos llevan a críticas del país de origen (Los Angeles Times, The New Yorker), a tomar a la película bajo el signo autorreferencial del director. En este sentido, el film construye una alegoría del proceso de transición a otro género del autor y la película ya puede pensarse como “cine trans”. Pero en esa visión simple se dejan de lado grandes méritos que tiene por sí misma, más allá de la identidad del director. Si bien está presente la cuestión de género, el tratamiento es sutil. Por su singularidad, la película se acerca más a una experiencia trans-géneros del cine, atravesándolos con una estética adolescente y buena carga emotiva. Es un coming-of-age de alguien que no puede crecer ni aceptar la realidad; un drama existencial que toca las campanas del género y lo generacional; un terror de tinte psicológico en una atmósfera weird que sugestiona los miedos del protagonista.

El uso del formato televisivo dialoga con las películas que ahondan en eso que señala Adriano Duarte con Late Night with the Devil, una “devoción por los fantasmas catódicos”. En I Saw… la tele es una suerte de portal y aparato deformante de la realidad y, del lado más racional, un consumo que afecta la forma de percibir el mundo y de autopercepción. Las viejas tecnologías despiertan un culto, en este caso con los 90 como una época dorada de programas para chicos y no tan chicos. Tanto se compenetra el espectador con esas fantasías de TV que, una vez terminado el show, el mundo tiene algo del encanto antes transmitido que se mantiene en el tiempo. ¿O es que el mundo se ha vuelto más infantil y delirante?

“The Pink Opaque”, la ficción dentro de la ficción, está construida como espiral sobre la realidad del protagonista. Desde el principio, la cámara adopta la perspectiva de Owen que le habla a esta como narrador, poniendo de relieve que lo que se cuenta y muestra es su conflicto interno, un mundo filtrado por el programa de TV. Para eso hay un muy logrado trabajo de la imagen: arte, luces y edición para que las escenas tengan ese toque visual y enrarecido. En el mismo orden, la música es clave dentro y fuera de la diégesis, suma mucho para esa atmósfera. La banda en vivo en un bar recuerda a “el retorno” de Twin Peaks, y no se queda solo en eso el coqueteo con un estilo lynchiano.

No es mi intención, en esta parte, ahondar en la historia y las referencias a la cultura pop del universo “Pink Opaque”: si buscan, pueden encontrarse desde programas de TV hasta discos. Sí vale mencionar el vínculo con Videodrome (1983) de Cronenberg: hay una escena clásica calcada. En vez de la “nueva carne”, hay planos psíquicos para los televidentes y al final el cuerpo es el que termina acumulando toda esa carga de rayos catódicos.

Pero la película deja el show como un mundo por explorar; da la sensación de que tiene más por contaminar con el fantástico la realidad. Hay una forma demasiado insistente en cargar la historia con el drama psicológico, la impotencia del héroe, que es un buen discurso sobre el presente, pero lo pretende muy significativo. Eso vuelve más plana a la película y al protagonista. Con todo, esta ficción extraña que combina géneros sale muy bien con todos sus recursos artísticos. Puede dejar varias sensaciones esa vivencia conflictiva que transmite Schoenbrun. Su experiencia vital se capta más en lo formal del estilo que en la historia contada. Lo que deja al público es una mirada crítica sobre el vacío de la juventud y el “ser fan”, tan en boga, en una realidad en sí misma depresiva por sus promesas de futuro. Así es como el cine viene a revivir a la “caja boba”.