The Zone of Interest: entre el horror y la frivolidad

La banalidad del mal es una frase acuñada por Hannah Arendt como subtítulo de su libro Eichmann en Jerusalén. La idea del término intenta explicar que durante la Segunda Guerra Mundial muchas personas que participaron del aparato represivo nazi lo hicieron como meros burócratas que realizaban tareas administrativas. Es decir, no estaban a sabiendas y de forma retorcida deseando un exterminio del pueblo judío, sino que desarrollaban actos mecánicos, con un objetivo político, pero formando parte de engranajes en una maquinaria que no comprendían del todo. Se trata, en definitiva, de pequeñas acciones –firmar o sellar un papel, custodiar algo, recopilar y enviar información, etc.– que en sí mismas parecen tener poca importancia, pero que ubicadas en contexto son decisivas para producir el genocidio.

Sobre esa idea se podría montar cierta retórica brechtiana de la construcción y desarrollo de personajes y hechos dramáticos, que fue heredada de alguna manera por el cineasta alemán Harún Farocki. En su libro Desconfiar de las imágenes, Farocki, para explicar qué es un “dispositivo”, describe una suerte de parábola con tres casos: un obrero que trabaja en una fábrica de aspiradoras y que todas las tardes se roba una pieza para reconstruir el artefacto en su casa, pero que al hacerlo solo logra armar una ametralladora; un estudiante que trabaja en una fábrica de ametralladoras y que todas las tardes se roba una pieza para intentar reconstruirla en su casa, pero que al hacerlo solo logra armar una aspiradora; y, finalmente, un ingeniero que trabaja en una fábrica donde los obreros creen que producen aspiradoras y los estudiantes ametralladoras. La idea que subyace en el fondo es que lo que se produce depende necesariamente de los tres sectores y del acuerdo al que lleguen en la construcción e interpretación de un determinado sentido.

El punto con todo esto es comprender que hay una mirada mucho más compleja y aterradora sobre la humanidad y los crímenes horrendos que podemos llegar a cometer como especie. Responsabilidades individuales, colectivas y contextos que producen ciertos hechos y que se perpetúan hasta nuestros días.

¿Qué es válido hacer en una guerra?, ¿cuál es el límite?, ¿dónde desaparece la humanidad?, ¿hasta qué punto es válida la autodefensa? Todos interrogantes que seguro serían muy fáciles de resolver en nuestras casas o tomando un café con amigos, pero cuya dimensión cambia rotundamente si uno vive en El Salvador o en la Franja de Gaza, solo por poner dos ejemplos de espacios geográficos donde quizá convivan hoy en día las violaciones a los derechos humanos más notorias del presente.

El afán de querer complejizar el conflicto a veces tiene ciertos problemas. Problemas que, volviendo a Farocki, pueden venir dados por las limitaciones del propio dispositivo. En este sentido, el cine puede no ser siempre la mejor y más oportuna herramienta para vehiculizar una conversación y, en muchas ocasiones, podemos correr el riesgo de armar una aspiradora cuando en realidad queríamos crear una ametralladora.

Algo de todo esto es lo que me provocó La zona de interés (The Zone of Interest), la última película de Jonathan Glazer, que está nominada a múltiples premios para la próxima entrega de los Óscar (mejor película, mejor película extranjera, mejor sonido, mejor dirección, mejor guion adaptado).

El film es una adaptación bastante libre de la novela homónima escrita por Martin Amis y narra la vida Rudolf Höss, director del campo de concentración de Auschwitz, que intenta crear una vida idílica para él, su esposa y sus hijos en una especie de comarca que está justito pegada al lado del centro de exterminio más icónico del nazismo.

La película explora esa cotidianeidad y ciertos problemas que podríamos denominar como “comunes” o “banales” en una trama familiar: la relación entre esposos, el crecimiento de los niños y cierta tensión que se produce cuando Höss es reasignado en sus tareas y debe mudarse a la ciudad sin el acompañamiento de su familia. Hasta acá todo sería bastante normal si no fuera porque, claro, detrás de su vida ordinaria se encuentra un campo de exterminio símbolo de los peores horrores y crímenes que la humanidad haya tenido registro.

Glazer, reconocido primero como director de publicidad y videoclips, tiene muchísimo manejo de la puesta en escena visual y trabaja muy bien los espacios y los recorridos de los personajes a través de gran angulares que transmiten la idea de una “normalidad alterada” y cierta distancia en el encuadre entre los personajes y el espectador. Hay, en este punto, una idea muy fuerte de hacernos sentir que estamos espiando lo que pasa y que no formamos parte de ese mundo. Sin embargo, el punto más fuerte de la película está en otro lado: en el fuera de campo. Justamente, no es lo que ocurre lo más importante de la película, sino dónde ocurre y, más precisamente, qué ocurre al interior de un campo de exterminio que (casi)nunca vemos mientras se desarrollan los conflictos de los personajes. La mezcla y el diseño de sonido acá son claves: Glazer trabaja la naturalidad del horror, a través de un ambiente seco y tranquilo, pero repleto de gritos y lamentos de las víctimas, gritos y lamentos que están distantes, pero que a lo largo de la película terminan por asfixiar al espectador y que para los personajes no son más que la acústica hogareña.

La cuestión es si eso alcanza por sí mismo o si es suficiente para la reflexión del tópico, y ahí, por lo menos para mí, ya comienzan las dudas. Esta mecánica estética de la película se repite hasta el final y nunca deja de incomodar, pero esa incomodidad no parece ir tampoco hacia ningún lado. Sobre el final, Glazer hace algo “arriesgado” e intenta esbozar algún tipo de diálogo entre el campo de concentración y su reconvención en un museo o espacio de memoria. Una idea que tampoco está muy clara y cuya crítica no atraviesa nada más que la postura convencional sobre la discusión respecto a la “museificación” de la cultura.

En estas sensaciones encontradas, la película comparte mucho con otra que podríamos decir que tuvo ciertas intenciones similares que es “La cinta blanca” (The White Ribbon, 2010), de Michael Haneke.

Creo, y esto es solo una intuición, que quizá el tema y la discusión sean tan grandes e inabarcables que en su afán por complejizar el tema, la película puede caer en un reduccionismo estético un tanto vacío y repetitivo que se esconde bajo la idea de “incomodar” o “molestar” al espectador. Ahora bien, ¿qué hay más allá de una incomodidad pasajera en una sala de cine?, ¿a dónde nos lleva después? Eso no parece estar muy claro, y a lo mejor es porque no es una misión que pueda lograr una película.

Quizá su valor como obra fílmica se justifique solo con provocar este tipo de intercambios y, de ser así, poder actualizar y mantener activa una conversación, lo que debe ser considerado como un hecho valorable y destacable. Con honestidad no lo sé. Tampoco entiendo muy bien si una obra que termina nominada a mejor película en los premios Óscar puede “incomodar” a algún tipo de “poder”. ¿Quién en la gran industria puede sentirse incómodo con un relato que dice que los malos son los mismos malos desde hace más de 80 años? Por supuesto, no hay ninguna duda, los nazis son los malos, pero, tal vez, la pregunta que habría que hacerse es ¿qué es ser nazi en 2024? Porque pareciese que siempre el nazi es el otro.

Sobre esto, para concluir, me gustaría traer a colación el soliloquio final de Noche y niebla (Alain Resnais, 1956), película documental que utilizó imágenes de archivo de los campos de exterminio nazis y que también transcurre en Auschwitz, a unos pocos años de concluida la Segunda Guerra Mundial. Allí, Resnais y Marker exponen lo siguiente:

El crematorio ya no se usa. La astucia nazi está pasada de moda. Nueve millones de muertos en ese paisaje. ¿Quiénes entre nosotros vigila desde esta extraña atalaya para advertir de la llegada de nuevos verdugos? ¿Son sus caras en verdad diferentes a las nuestras? En alguna parte entre nosotros, afortunados capos aún sobreviven, reincorporando oficiales y delatores desconocidos. Hay quienes no lo creen, o solo de vez en cuando. Con nuestra sincera mirada examinamos esas ruinas, como si el viejo monstruo yaciese bajo los escombros. Pretendemos llenar de nuevas esperanzas como si las imágenes retrocediesen al pasado, como si fuésemos curados de una vez por todas de la peste de los campos de concentración. Como si de verdad creyésemos que todo esto ocurrió sólo en una época y en un solo país, y que pasamos por alto las cosas que nos rodean, hacemos oídos sordos al grito que no calla.

A lo mejor, lo que tenemos que pensar es si todo esto ya pasó allá lejos y hace un tiempo y en otro mundo, o si no pasa todos los días, en las diferentes cárceles modernas, donde la lucha contra el narcotráfico, el crimen organizado y el terrorismo son la justificación de cualquier tipo de imposición de tormentos.