Apenas un instante, sobre Weapons

En Audition, Takashi Miike comenzaba contándonos la historia de un señor viudo que, ante las ganas de volver a ponerse en pareja, organizaba con un amigo la audición para una película inexistente, en busca de potenciales candidatas. En el proceso, conocía a una muchacha discreta y retraída, con la que comenzaba una relación. No pasaba mucho tiempo hasta que se nos revelaba que la chica era una psicópata asesina.

Lo que comenzaba como un drama intimista y parsimonioso acerca de un hombre solo tratando de volver a vincularse románticamente, en el marco de una sociedad japonesa cada vez más solitaria, daba un giro de 180 grados y se transformaba en una película de terror salvaje y shockeante, con un director y una villana capaces de mostrar y de hacer cosas terribles.

En otro registro, Arrástrame al infierno, de Sam Raimi, narraba cómo una jovencita exitosa que trabaja en un banco le niega a una gitana un préstamo, provocando que esta le lance una maldición. La vida de la muchacha se convierte en un infierno, que su director mostraba en escenas que mezclaban el terror sobrenatural con el humor físico y el camp (el momento de la cabra poseída es un buen ejemplo de esto).

En ambos casos, con sus diferencias, se ve a dos directores que buscaban amalgamar distintos estilos en una sola película, sea para que el cambio paulatino de uno a otro en mitad del metraje nos descoloque y nos perturbe; sea para provocar, a veces al mismo tiempo, la risa y el susto. Sería muy difícil decir que una mezcla de registros como la que tan bien logran estas dos películas funcione en La hora de la desaparición, film que quiere contar una historia de misterio y terror enigmática y cargada de dramatismo y, al mismo tiempo, hacerlo recurriendo a la caricatura y la exageración, y que en la búsqueda de abarcar ambos tonos termina por no hacer pie ni en uno ni en otro. No hacen pie, por un lado, sus personajes, que más de una vez tienen conflictos que no llegan a desarrollarse y aparecen de forma esquemática. Y, por otro lado, no hace pie su director, Zach Cregger, que elige de un momento a otro desechar la tensión de la intriga del film (la desaparición de diecisiete chicos de una clase a la misma hora de una misma noche) y sus momentos de terror para volcarse al exceso y a la falta de mesura, y que dirige a las historias de sus personajes como momentos efímeros, que no parecen importarle demasiado.

Este abandono y esta falta de importancia aparecen desde la primera escena. Ahí una voz en off nos cuenta que la desaparición de estos chicos ocurrió en su ciudad, y que todos ellos salieron corriendo de sus casas por cuenta propia hacia un lugar indeterminado. Cregger filma el momento particular de los nenes corriendo como algo dramático y hasta emotivo, con sus sombras que se deslizan en medio de las calles suburbanas a media luz, y con Beware of Darkness de George Harrison que suena de fondo; una balada que, además de referir al miedo a la oscuridad de su título, advierte sobre cómo las ilusiones y las influencias pueden llegar a corromper, algo que tendrá que ver con el descubrimiento del misterio de la película. Pero el problema está en que la escena repite desde el diálogo lo que ya vemos en las imágenes, y la situación se cuenta de forma tan veloz que es incapaz de crear cualquier tipo de suspenso.

O sea que vemos un momento filmado como algo especialmente trascendente, pero al cual la película cuenta tan a las apuradas que parece querer sacárselo de encima para pasar a otra cosa.

Hay algo aún más molesto en esta voz en off, y es que no pertenece a ningún personaje en particular. No es que haya algo malo per se en que este recurso provenga de alguien desconocido, pero en el contexto de La hora de la desaparición resulta especialmente arbitrario y molesto, siendo que se trata de una película coral, donde el peso de la narración recae en la mirada particular de cada uno de los personajes y en lo que estos van descubriendo de a poco.

El uso de la voz en off no es la única cosa arbitraria en La hora... También hay una arbitrariedad en la manera en que los conflictos de los personajes se insertan sin que tengan un desarrollo, una continuidad, como si fuesen apenas planteos en los que no se elige ahondar demasiado.

Sabemos que Justine, la profesora de la escuela, era alcohólica, y al ser señalada por los padres de los chicos, vuelve a caer en la bebida. Pero esto no implica ningún tipo de transformación para ella, ningún cambio de peso dramático para lo que vemos después. Alex, el único nene que no desaparece, sufre de bullying en la escuela, hecho que apenas se esboza, y no tiene ninguna incidencia; como no lo tiene tampoco que sea Archer, el padre del nene que lo acosaba, el que investiga la desaparición. Paul, el policía y exnovio de Justine, busca sin éxito tener hijos con su mujer actual, pero este problema se reduce apenas a un intercambio telefónico entre ambos, sin que haya una situación previa que nos lo muestre como un problema serio para él.

Personajes que, además, apenas se relacionan entre sí, y cuyos supuestos vínculos también adolecen de una construcción pobre. Sabemos que Archer odia a Justine, por creer que tiene algo que ver en la desaparición de la clase donde está su hijo, pero basta con que la profesora sea atacada para que Archer la defienda y luego ambos intenten dilucidar juntos hacia dónde fueron los chicos (en una escena donde por supuesto se nos baja lo que ocurre mediante diálogos informativos), sin mostrar antes nada que los reconcilie. Se sugiere que Justine y Paul tenían una relación extramatrimonial complicada, pero las dificultades entre ambos se reducen a un par de discusiones en un bar y en el auto de ella; y ninguno vuelve a aparecer cuando los dos estén en peligro (salvo cerca del final, pero no cuenta dado que Paul va a estar poseído). Sabemos que Paul busca tener hijos, cosa que podría verse afectada cuando persigue a James, un drogadicto, y se pincha el dedo con una jeringa (que puede o no estar infectada), pero esto tampoco plantea ningún interrogante o ningún suspenso, porque la película sencillamente decide dejarlo de lado.

Son momentos que quieren darle algún tipo de giro a sus personajes, pero que, al no llegar a ningún lado, al no construirse, terminan quedando como elementos narrativos inútiles.

Esta forma perezosa de delinear a los personajes se vuelve aún más irritante dada la estructura narrativa elegida por Cregger, como si lo que más le importara es en realidad llegar al clímax donde todos estos personajes se cruzan, antes que encargarse de darles una caracterización sólida en cada capítulo. Por el contrario, cuando la película intenta profundizar en ellos, mostrando el punto de vista de algún personaje sobre otro que ya apareció, la película se torna redundante, y muestra cosas que ya se contaron: ¿para qué mostrar a Justine y a Paul cogiendo, cuando la historia de ella ya lo dejó en claro, elipsis mediante, mostrándoles despertar juntos? ¿Para qué repetir el momento en que Paul detiene a James para intentar arrestarlo?

Para empeorar las cosas, también resulta arbitrario el funcionamiento de los hechizos que usa Gladys, la villana, y que la película maneja a su antojo como mejor le conviene. Vemos que tiene una vara espinosa, que al envolverse en el objeto personal de alguien y al hacer sonar una campana, hipnotiza a esa persona y la convierte en un “arma” a la que se refiere el título original. Claro que más tarde vamos a ver cómo también puede hipnotizar gente solamente con poner algún objeto de la víctima en un cuenco al cual escupe. Ah, y además puede trazar líneas de sal que actúan como una barrera para que, al ser pisadas por alguien, provocan que los hipnotizados ataquen. Es una forma no sólo extremadamente engorrosa de desarrollar el elemento sobrenatural, sino que también da cuenta de cómo la película precisa de darle una vuelta a su funcionamiento con el mero objetivo de hacer que la trama avance.

Hablar de lo sobrenatural nos lleva a un elemento básico de La hora…: sus escenas de terror. Una de ellas es particularmente efectiva. Me refiero al sueño de Justine. En la escena, la vemos entrar al colegio de noche, sola y desconcertada, y al llegar a su aula ve a todos los chicos con la cabeza apoyada sobre sus bancos. Hasta que Alex se levanta y vemos su cara maquillada de blanco, con ojos saltones y una sonrisa amenazante pintada de rojo. Es una escena virtuosa por la creación de clima y por lo extraño del momento, que nos adelanta que hay algo perturbador alrededor de él. Tanto en ese momento como en el de Gladys se acerca al auto de Justine para cortarle un mechón de pelo, hay una creación de clima virtuosa y extraña. Por desgracia, como si no fuera suficiente, en la susodicha escena del aula, el director decide insertar después un jumpscare facilista de la tía Gladys para asustar a Justine y al público.

Tanta superficialidad, tanto personaje dando vueltas con un conflicto que a su director tan poco parece importarle, tanta falta de criterio en el cambio brusco de un tono a otro, sólo pueden dejar lugar a una película chata, en la que todo se vuelve tosco con bastante rapidez. Esto se comprueba llegando al final. Ahí veremos la muerte de Gladys filmada como un momento catártico, de humor negro y pleno de gore. Pero es imposible que resulte liberador porque la película se encargó de que veamos a Gladys como alguien extravagante y peculiar antes que como un villano amenazante. Y porque a esa altura, con tantos cabos sueltos, con tantos personajes a los que Cregger les dedicó tiempo sin que sus historias tengan desarrollo, los nenes ya dejaron de importarnos.

Esta falta de importancia llama la atención porque proviene de un director que en Barbarian (o Bárbaro), su extraordinaria primera película, le dedicaba un tiempo sustancial a las historias de cada uno de sus personajes (una mujer que viajaba a Detroit para una entrevista de trabajo y se alojaba en un Airbnb, un actor egoísta y violador, un monstruo que habita en un sótano), hacía que cada historia tuviera una forma particular (más cercana al terror clásico en la primera, a la comedia de terror en la segunda, y a un terror elíptico en la tercera) y lograba que el tono entre cómico y terrorífico fuese brillante, gracias a que el origen del monstruo era ya lo bastante grotesco como para habilitar esa cruza.

En su resolución supuestamente liberadora pero inepta (que encima vuelve a recurrir a una voz en off que ilustra lo que las imágenes no pueden mostrar), en sus personajes sin nervio, con historias chapuceras y dejadas por la mitad, saltando de una a otra, en sus intenciones de causar gracia y terror sin éxito es donde se termina de asentar La hora... Es un cine efectista, que detrás de una trama misteriosa y de un guion supuestamente ingenioso (es sabido que hubo una puja entre estudios por adquirirlo), lo que esconde es un conjunto de escenas y momentos que buscan el estímulo rápido, y, por tanto, efímero. Como un rompecabezas de mil piezas que, aún al encajarlas todas, sólo forman una figura mal hecha.