El Príncipe de Nanawa

En uno de los textos más leídos de la teoría fílmica, El decir y lo dicho en el cine: ¿hacia la decadencia de un cierto verosímil? (1967), Christian Metz enumera tres tipos de censura en el cine: la censura política, que sería la censura propiamente dicha que proviene de las instituciones; la censura económica, que limita decisiones artísticas/expresivas pensando en el potencial comercial de la obra; y, la más importante, la censura ideológica, que es aquella autoimpuesta y que ya no procede de instituciones, sino de la interiorización abusiva de las instituciones en ciertos cineastas que no tratan más (o no han tratado jamás) de escapar de una vez por todas al círculo estrecho de lo decible recomendado a la pantalla.
De manera clara, Metz indica que, mientras que la censura propiamente dicha mutila la difusión, la censura económica mutila la producción y la censura ideológica hace lo suyo con la capacidad inventiva. En este último punto es donde el autor repara y se explaya más, dado que es ahí donde la propia reflexión y discusión alrededor de por qué y para qué hacer películas puede venir a ofrecer algunas respuestas o pensamientos. Pero, ¿qué significa o puede significar mutilar la invención? Quizá se podría ligar esta idea con lo que hace muy poco expresaba Lucrecia Martel cuando hacía mención a la imposibilidad contemporánea de imaginar un mundo mejor, menos pasteurizado, y a la necesidad de inventar un futuro, pero no cualquier futuro, sino uno que nos “guste”.
El cine argentino actual suele tener diversos tipos de censuras económicas e ideológicas. Nuestra cinematografía, desafortunadamente, se convirtió en un cine boutique, de cálculos y laboratorios. Los cineastas, industriales e independientes, desfilan por mercados, asisten a mentorías, van a laboratorios, viajan con sus proyectos para que les expliquen qué hacer para ganar premios. Hacer una película se convirtió en el arte de convencer a alguien para que me dé plata y, en ese proceso, no importa cuánto se tienen que transformar los relatos, recortar los guiones o adaptar las geografías. Sin ningún tipo de pudor hemos abrazado en tiempo récord a la Ciudad Vieja de Montevideo como San Telmo y a su periferia como escenario de los monoblocks del conurbano bonaerense. Las películas del “no lugar” rioplatense ya son un hecho.

La propia discusión actual del grueso de nuestra comunidad cinematográfica sigue atascada e inmovilizada en denunciar el industrudicidio del gobierno liberal libertario, sin poder proponer una salida artística por arriba del problema, en un gesto de miopía e incapacidad artística e intelectual propia que no deja de asombrar.
En este contexto, al interior de un mundo que parece haber abandonado las pasiones y donde las profesiones ya no existen (los adultos son niños de 35 años que usan remeras de Marvel y la clase media ilustrada que sobrevive sublima sus dolores en un pulso irrefrenado de talleres de teatro, clases de cerámica y grupos de lectura con masitas), tuve la suerte de presenciar un milagro y encontrar pulsión de vida, ganas de sentir. Un desborde de realidad totalmente intervenida que repasa y reescribe todas las categorías de cine documental que enuncian Bill Nichols o Michael Rabiger. Un evento único e imposible de abarcar y de procesar en toda su dimensión y potencia. Un impulso narrativo arrollador. Pero, por sobre todas las cosas, una película que no se autocensura, que no especula, que tiene fe y que, sin buscarlo de forma expresa, reivindica la potencia del cine en estado puro.
Eso, y quizá muchas más cosas, sin miedo a exagerar, es El príncipe de Nanawa, la tercera película de Clarisa Navas (Hoy partido a las 3; Las mil y una), un documental que sigue durante diez años la vida y el crecimiento de Ángel Omar Stegmayer Caballero, un joven argentino/paraguayo que vive en la ciudad fronteriza de Nanawa, lindera a Clorinda, Formosa.
El tiempo es todo el tiempo
A lo largo de la historia del cine hay muchísimos experimentos con el tiempo y con la idea de cómo la ficción o el documental pueden registrar la experiencia de una vida desde diferentes ópticas. Truffaut recreó su vida en Antoine Doinel siguiendo a Jean-Pierre Léaud. Linklater se obsesionó con el tiempo en la trilogía Before y lo llevó al extremo en Boyhood. Desde el plano documental, la serie británica Up siguió durante casi 60 años a un grupo de niños en diferentes momentos de sus vidas.

En la teoría fílmica, las discusiones sobre cómo captar el tiempo y la evocación de lo real también tienen un largo trecho. Desde el conflicto entre el cinéma vérité y el cine directo sobre si intervenir o no el registro documental, pasando por Antonioni, que veía en el agotamiento y el paso del tiempo de una toma la posibilidad de una entonación de la mirada y una agudización de los sentidos que volvía posible la aparición de percepción del tiempo vívido; o Tarkovsky, que sostenía que el tiempo se encontraba en el rodaje y la duración de las tomas, y que el montaje era solo un trabajo de esculpir aquello que sobraba, hasta Bazin y la famosa regla que reza que cuando lo esencial de un suceso dependa de la presencia simultánea de dos o más factores de la acción, el montaje está prohibido, gran parte de la discusión en el cine es sobre la dualidad imagen/tiempo.
En cierto punto, esa discusión es casi la razón de ser del cine. Al final de cuentas, ¿qué otra cosa puede ser el cine si no es el registro de experiencia de vida situada?
El príncipe de Nanawa no reniega de esta tradición, pero la tensiona. Porque, a diferencia de los ejemplos que se nos vienen a la cabeza de experiencias similares, no parte de la intención de registrar el paso del tiempo, sino que esto es una consecuencia de una realidad que se impone por sobre el relato, sus expectativas e incluso, o por lo menos eso parece, sus decisiones realizativas.
Cuando Clarisa conoce a Ángel y, luego, en esos primeros encuentros que observamos, no hay una intención de registrar el tiempo, el crecimiento, el paso del tiempo. No hay metas autoimpuestas desde un origen. No estamos frente a una película que fue a experimentar con el paso del tiempo, sino que es al revés: es el paso del tiempo el que experimenta con la película.
Clarisa Navas y sus amigos conocen a Ángel de casualidad, se lo cruzan mientras registran otro proyecto. Él se vuelve un misterio, un personaje fascinante para ellos. Un niño expresivo, gracioso, elocuente e inocente. Y es eso lo que llama su atención.
Más adelante entendemos el experimento: darle una cámara a Ángel para que se grabe. Pero no para que registre el paso del tiempo. No para verlo crecer. En principio, es solo una suerte de diario íntimo para ver qué pasa. A la directora le interesa ver qué hace con una cámara un niño, qué imágenes le parecen relevantes, qué situaciones son —a sus ojos— interesantes. Todavía no hay película. Hay, en principio, un juego y la posibilidad de algo más, que no está en claro qué es.
Truffaut decía que A diferencia de los actores profesionales, los niños no tienen trucos; no buscan colocarse ventajosamente por encima del objetivo; no saben ni tienen un perfil mejor que otro; nunca usan artimañas de ningún tipo (…) Curiosamente, parece que todo lo que hace un niño en la pantalla lo haga por primera vez.[1] Y eso es un poco lo que parece pesar en el primer acto de la obra: la fascinación por el registro de la inocencia, casi como en la búsqueda de poder entender y robarse algo de todo eso.
Asimetría y performance, dos barreras a romper
La relación asimétrica, tan abordada en la teoría documental[2], es usualmente un problema para este tipo de registros. ¿Qué control tiene quien es registrado sobre su registro?, ¿qué posibilidad tiene de comprender cómo se verá, cómo será expuesto por el realizador?, ¿es posible zanjar esa diferencia de poder entre quién filma y quién es filmado?
El príncipe de Nanawa no resuelve esto, pero ofrece algunas líneas para pensar. A medida que avanza el relato, Ángel ya no es un pequeño simpático que nos ayuda a descubrir la inocencia y ternura de la niñez. Comienza a crecer y a experimentar. Clarisa ya no es solo una cineasta indagando con un niño, sino que se compromete con él y con su crianza. Cuando se agota el chiste de ver “qué registraría un niño con una cámara”, aparece la idea de una película documental sobre Ángel y su vida. Pero la película es una excusa que ahora sirve para entablar y desarrollar una amistad.

Clarisa y su colaborador, Lucas Olivares, se transforman en los hermanos mayores de Ángel. Son para él guías morales a los cuales no puede defraudar. Y, a la vez, ellos dos comienzan a incidir en la vida y en la formación del joven. Entre muchas otras, la secuencia en la que lo adoctrinan para que no sea policía quizá sea la más gráfica de la película.
Que esos momentos performáticos de intervención y de ruptura hayan quedado en el montaje de la película es un esfuerzo creativo por intentar romper una asimetría. Lograrlo o no lograrlo no sé si es tan relevante como la decisión de tratar de ponerse a un mismo nivel. Son esos momentos, además, en los que aparece la mayor verdad en la película. Porque el conflicto se vuelve humano y personal. Ángel, Lucas y Clarisa ahora filman un documental, pero en realidad lo que sostienen es un ritual. Un ritual que les permite conversar, hablarse, verse, conocerse y quererse. La película es ahora es la excusa para desarrollar una amistad.
Y es ahí donde la mixtura de tipologías documentales se confunde y se mezcla de manera irreversible: ¿Qué es El príncipe de Nanawa?, ¿un documental observacional?, ¿un documental interactivo?, ¿un documental performativo?, ¿un documental reflexivo?, ¿puede, acaso, ser todas esas cosas a la vez? Una vez más, como a lo largo de las casi cuatro horas que dura la película, las preguntas valen más que las respuestas.
Potencia narrativa más que recursos
Entre todas las posibles líneas de análisis que tiene El príncipe de Nanawa, hay una que no me parece menor y mucho menos azarosa, que es la vinculada con los recursos técnicos con los que fue filmada la película.
No creo que sea casual que el montaje haga tanto hincapié en mostrarnos que esta es una obra filmada en su mayoría por dos personas, con un equipo técnico compuesto por una Canon full frame (intuyo que una 5D o 6D), un micrófono Rode NTG-2 y una grabadora Zoom H4N.
Hay ahí otra declaración de principios: primero, que la calidad técnica se puede lograr con equipamientos que hoy podríamos llamar hogareños y sencillos (la película tiene algunos pasajes visuales bellísimos); pero además, esta calidad técnica es secundaria si se sabe dónde poner la cámara, cómo encuadrar y si lo que pasa delante del lente tiene la suficiente potencia como para poder emocionar a un espectador.

El hecho cinematográfico en El príncipe de Nanawa es un acto de fe. Un milagro deseado, buscado y encontrado. Pero, a la vez, paradójicamente, es secundario, y eso es lo que lo vuelve posible. La película es la película que es porque no necesitaba ser una película. Porque no era importante si “aparecía” o no “aparecía”. Porque primero, y antes que cualquier cosa, siempre fue una excusa (primero para entender, después para un encuentro, al final para sostener una amistad). La potencia de ese encuentro, la prepotencia de lo real, generó después una película. Y esa quizá sea la mayor lección que nos dan su directora, Lucas y Ángel: Se puede hacer una película con cualquier cosa. Se puede participar de laboratorios y de mercados. Se puede salir a buscar plata y financiarse. Pero eso no es lo importante. Lo importante está en otro lado.
Clarisa, ahora sí como directora, nos dice qué es lo importante para ella. Lo importante, para los espectadores, no es el cine, sino lo que el cine nos permite descubrir. Lo importante, para los realizadores, no es tanto una buena o una mala película, sino aquello que hacer una película nos permite conocer de nosotros mismos, de los demás y del mundo que habitamos. Lo que pase después —el éxito, el prestigio, los premios— es incierto e imposible de asegurar. El oro aparece cuando no lo buscamos, porque en realidad ya apareció antes, con el solo hecho de estar ahí y de entregarse a la experiencia propia de registrar lo incierto sin buscar resultados.
Quizá por eso, una de las mayores sensaciones que deja la película es que uno podría ver la vida de Ángel para siempre. Porque no importa si es o no una película, si termina donde termina o si sigue. Antes que todo, es tiempo, vida y experiencia.
Y ¿qué otra cosa puede ser el cine en estado puro si no es eso? Un milagro.
[1] Reflexiones sobre los niños y el cine. Le Courier de l’Unesco, número especial Niños. 6 de febrero de 1975
[2] Entre otros en La ética del documental, de Eduardo Coutinho



