Las reglas del juego, sobre Toy Story

Cualquiera que haya estudiado cine, o cualquiera que haya leído en profundidad sobre él, sabe que hay una serie de películas que, como ocurre en cualquier otro arte, produjeron una revolución en lo que a la técnica se refiere. Ahí siempre aparecen Viaje a la luna (1902), de Georges Méliès, con el uso del stop motion para contar una historia de ciencia ficción; El nacimiento de una nación (1915), que introdujo distintos valores de plano con un sentido dramático innovador; El cantante de jazz (1927), que llevó el sonido a lo que hasta entonces era un arte silente; Ciudadano Kane (1941), que desordenó la narración cronológica en su montaje y puso la cámara de forma inusual; La soga (1941), que cuenta una historia en una sola locación en un único (y falso) plano secuencia; Star Wars (1977), con sus efectos visuales que mezclan maquetas y fondos de una forma hiperrealista; Toy Story (1995), la primera película hecha enteramente con una computadora.
De todas las mencionadas, me atrevería a decir que la última es la menos valorada. Claro, se me podría objetar que fue un éxito en su año de estreno, que la crítica fue unánime (de hecho, hoy en día conserva un 100% de críticas positivas en Rotten Tomatoes, algo que muchas películas más canónicas no poseen), que recibió varios Óscar (ese premio de dudosa calidad cinematográfica), y que engendró cuatro secuelas (una de ellas próxima a estrenarse). Pero creería que, al lado de las demás, es de las menos citadas. Acaso se deba a que se trata de una película de animación, una técnica que por lo general se asocia a un contenido dirigido a un público infantil, y que suele ser vista como una categoría “aparte” del cine, debido a que no está protagonizado por seres de carne y hueso. Pero más allá de esta cuestión, lo que Toy Story vino a marcar es que el registro cinematográfico ya no requería de una cámara que capture lo que ocurre detrás de ella, en un mundo y una realidad que han sido manipulados.

El hecho de que el primer largometraje de Pixar utilice una tecnología inédita hasta el momento no se reduce a ser un recurso formal, porque si hay un tema central que la atraviesa es la tensión con la novedad, y, por lo tanto, con la tecnología. Todos conocemos la historia: Woody, el juguete preferido de un niño llamado Andy, se ve amenazado con la llegada de Buzz Lightyear, el muñeco de un cadete espacial, que fascina al resto del grupo. En medio, suceden una serie de aventuras que van a obligarlos a trabajar juntos para volver con su dueño, que además se muda. Woody es la representación más clara de la figura del cowboy, personaje emblemático de la cultura norteamericana más arcaica (y, de paso, del cine clásico: no por nada, el juego de Andy que abre la película muestra una situación tan típica de un western como lo es un asalto a un bar) y el modelo de un juguete antiguo; Buzz, en cambio, es un juguete moderno cargado de artilugios, y su vinculación directa con el género de la ciencia ficción hace pensar en un cine más moderno por el uso de efectos especiales. Como se verá, las situaciones que Buzz y Woody viven para tratar de escapar de Sid, el desagradable vecino de Andy que disfruta de destruir juguetes, y así volver con Andy, llevan a que se hagan amigos.
En alguna medida, el lazo que se construye entre los dos personajes se reproduce hacia el interior de la puesta en escena. Toy Story marcó la innovación de un dispositivo cinematográfico que desplazó al que hasta entonces resultaba indispensable: el de la cámara; y llevó a buen puerto la posibilidad de que, a través de la animación computarizada, cualquier imagen resultara posible. Pero, a la vez, quien ve Toy Story ve una película con una narración tremendamente clásica, donde todo fluye sin ripios y donde todos los elementos que aparecen tienen un lugar central para hacer avanzar la trama. O sea, el film de Pixar es pionero por producir un tipo de imagen nueva, que hasta el momento el cine con una cámara era incapaz de crear, pero también en su desarrollo es una película que sabe cómo narrar con maestría, sin fisuras, como lo podría hacer el cine clásico. Donde cada secuencia fluye con naturalidad, y donde todo encaja a la perfección. De esta manera, varios de los elementos de la trama, que primero tienen una función, aparecen de vuelta más tarde con otra nueva, resignificando su lugar. Pasa con las alas de Buzz, que al principio él cree que le permiten volar hasta que se da cuenta de que no puede, pero al final van a permitirle a él y a Woody volver con Andy. O con el fósforo que Sid pone sobre Woody para prenderle fuego, y con el que más tarde él y el cadete espacial van a encender el cohete que los llevará hacia el camión de mudanzas.

La cuestión de la animación computarizada tiene que ver, creo yo, con crear una imagen animada (valga la redundancia) más cercana al mundo real. Hasta el momento, el dibujo animado, tanto el de películas como el de series de televisión, con su mayor o menor grado de detalle, era una forma de representación que tomaba unos rasgos determinados para crear un diseño de personaje. Toy Story buscaba, en cambio, mostrar una representación más realista, y la animación por computadora se enlaza con un diseño más cercano a la realidad. Pero esto no es solamente una proeza técnica: lo es porque la película precisaba mostrar a esos juguetes como seres que son tanto o más tridimensionales en su aspecto que los seres humanos que los rodean. Véase, si no, el detalle de los ojos bien abiertos de Woody cuando está “inanimado”, los gestos exagerados de Buzz al creerse en un planeta desconocido sin saber que es sólo un juguete, la facilidad del Señor Cara de Papa para separar partes de su cuerpo y volver a colocárselas, o la rigidez al caminar de los soldaditos de plástico.
Sin embargo, hay un punto en el que esta forma de animación tiende puentes con la animación tradicional: el gusto por la caricatura. Una caricatura es, precisamente, una forma de representar a un personaje por un trazo sencillo y por sus rasgos más exagerados. Ahí están como prueba el gesto malhumorado y algo cínico del Señor Cara de Papa, la neurosis del dinosaurio Rex, la jerga militar y a los gritos de los soldaditos, la ingenuidad del perro Slinky y la voz seductora de la muñeca Bo Peep. Pero a la vez una de las cosas más nobles de Toy Story (y esto es extensible a su segunda y tercera partes) es que muchas veces estos rasgos más evidentes terminan por tener una función dentro del relato, y hasta los personajes más secundarios terminan por revelar que su diseño tiene alguna inferencia en la narración. Los soldaditos se infiltran en una planta con un monitor de bebés para averiguar cuáles son los juguetes nuevos que Andy recibe en su cumpleaños; los binoculares con patitas son usados por Woody para ver lo que pasa en un lugar alejado; los monos de barril son usados por los juguetes para hacer una cadena y salvar a Buzz; y los muñecos mutantes de Sid le permiten a Woody asustarlo para que nunca más dañe a otro juguete.

Son claros ejemplos del carácter generoso de Toy Story por hacer de todos sus personajes dueños de una función y de un lugar en el mundo. De ahí que una de las cuestiones más claras de la primera película de Pixar sea la de hacer de estos personajes seres que buscan cuál es su rol en la vida, su lugar en el mundo como juguetes. De ahí que uno de los momentos más dramáticos de la película sea el de Buzz cuando ve por televisión la propaganda que promociona su figura. Todo aquello que el personaje creía como parte de su existencia y como la misión de su vida se desmorona, de la misma forma que se desmoronó el lugar de Woody cuando fue reemplazado por el cadete espacial y dejó de ser el juguete preferido de Andy. Claro que hacia el final Buzz va a entender y a abrazar que su misión en la vida es hacer feliz a Andy, y Woody aprenderá a convivir con él. Por eso también es que el villano de la película es Sid, que aprende su lugar por las malas y que no entendió que la función de los juguetes es el juego, no el disfrute a costa de ellos.
Toy Story empezó con la ficción de juguetes de un nene, hasta que descubrimos que esos muñequitos tenían vida propia. Pixar vio en ellos el principio de una forma de animación que cambiaría las reglas del juego, y nosotros supimos verlos, durante una hora y veinte, como seres tan cercanos como un familiar o un amigo.



