Un espacio fuera del tiempo: entrevista a Fernando Krapp, director de cine documental

La Revista 24 Cuadros entrevistó a Fernando Krapp, escritor, director y, junto a Germán Sarsotti, productor de cine documental en Bosque Cine. Su última película El amo del jardín se proyecta actualmente en el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (MALBA) los domingos a las 18 horas con gran afluencia de público y, desde el jueves 28 de agosto, en el cine Gaumont de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
La película se centra en la figura de Yasuo Inomata, ingeniero agrónomo y paisajista que, tras radicarse en la ciudad de Escobar en los años 60, se convirtió en el artífice de algunos de los jardines japoneses más emblemáticos de la Argentina, como el de Escobar y el de Palermo. Inomata trasciende la figura del simple paisajista; es un jardinero zen cuya filosofía se expresa a través de sus actos, más que de sus palabras, un creador que además debió sortear las internas políticas de la comunidad japonesa en el país. La obra de Fernando Krapp —director también de los documentales Beatriz Portinari (2013) y El volcán adorado (2017)— indaga en el pensamiento profundo y hermético de este singular artista.

Conversamos con el director sobre el proceso creativo de la película y cómo es producir en el contexto argentino actual.
¿Cuándo nació la idea del documental?
Nace con el libro Una isla artificial: crónicas de japoneses en la Argentina. El libro lo escribí entre 2016 y 2017 por pedido de Leila Guerriero, que me había encargado un libro de crónicas. Entonces empecé a buscar historias y, cuando conozco a Inomata (el protagonista de la película), me dieron ganas de hacer algo audiovisual. De todas las historias de japoneses, la de él era la que más me parecía una película por una cuestión performática del personaje. Era un tipo histriónico, muy para afuera, muy distinto a los otros japoneses que había conocido. Y también porque nucleaba el conflicto que hay alrededor del Jardín Japonés: la cuestión de la autoría y las decisiones estéticas. Además, tenía material de archivo. Todos esos condimentos en mi cabeza funcionaban como una película.
Después había que convencerlo a él, que era una celebridad también. Y estaba la cuestión de los paisajes, que se vinculaba con mi película anterior El volcán adorado, que es una indagación de la relación del hombre con el paisaje. Había una continuidad temática, una línea de interés.

Me puse a pensar el guion, que básicamente fue transcribir las crónicas 5 y 6 del libro, y ahí apareció la historia. Porque la escritura de crónicas está muy vinculada a la escritura de documentales. Con el guion listo, fui a buscar un productor porque mi película anterior fue hecha con una línea de subsidio más chica que tenía el INCAA, y yo deseaba que esta película tuviera un nivel de factura más grande. Un diseño de producción un poco más ambicioso, como para después saltar a la ficción en una futura película. Yo pensaba que me iba a tomar dos años hacerla, pero llevó siete. Esas son un poco las fantasías que uno tiene cuando empieza un proyecto. Fantasías necesarias, porque si realmente sos consciente de todo lo que te va a llevar, no lo hacés. La negación de la realidad es la base de la felicidad (risas).
¿Cómo se llevó a cabo la producción de la película?
El proyecto primero tuvo pequeños apoyos de entes del Estado: una beca del Fondo Nacional de las Artes, una línea del INCAA que se llamaba “audiencias medias” y un aporte del programa Mecenazgo de la Ciudad de Buenos Aires. Con ese dinero arrancamos el rodaje en Buenos Aires y filmamos tres semanas en total. Pronto nos dimos cuenta de que con ese material no alcanzaba y que teníamos que viajar a Japón. Como ya no teníamos más plata, salimos a buscar inversores que quisieran sumarse al proyecto. Pensamos que, como Inomata había tenido muchos clientes con buen poder adquisitivo, alguno iba a apoyar el proyecto, pero no fue así.
En medio de esa búsqueda apareció Alexis Franco, productor y director con quien yo había trabajado en una película. Él vive en Estados Unidos y finalmente consiguió algo de financiación y se sumó al proyecto. Con eso y con otros pequeños aportes privados pudimos viajar a Japón y terminar el rodaje.

Al volver estábamos literalmente quebrados, pero gracias a las humildes cuotas del INCAA fuimos editando el material de a poco y, con un nuevo apoyo de Mecenazgo, contratamos a un traductor porque gran parte del material, lógicamente, estaba en japonés.
Hicimos un primer armado de toda la película en la isla de edición, pero no terminaba de funcionar. Lo que fallaba era cómo aparecía Inomata: el personaje era inaccesible y generaba rechazo. Y si no gusta el protagonista, estamos en problemas, porque es una película de personaje. Entonces surgió la idea de escribir una voz en off que armara un marco narrativo y le diera cierto misterio al personaje. Yo quería que fuera la voz de un admirador de Inomata, pero finalmente entendí —a pesar de mis resistencias— que debía ser mi propia voz como realizador.
Como en la película hay una tensión entre Inomata y yo, de un personaje que empieza cerrado pero que después se va abriendo, esa voz mía terminó de cerrar narrativamente. Tomé esa decisión y ahí se terminó de estructurar la película.
¿Qué cambió entre el guion original y el armado final de la película? ¿Y qué se mantuvo?
Pareciera que el guion en el documental funciona como una especie de biblia o de book que armás, más que nada, para pedir ayuda económica en los fondos de financiamiento del cine. A mí me pasó que me llamaron varias veces para escribir guiones de documentales y, en general, terminé hablando más con el productor que con el director de esos proyectos.
En la ficción el guion tiene una utilidad muy clara: sirve para construir la puesta en escena, después los actores lo representan y el director trabaja sobre eso. Tiene una funcionalidad directa. En el documental pareciera que no, pero yo no creo que sea así. Para mí, lo que hace el guion de un documental al principio es definir una idea y una identidad para la película. No necesariamente te marca una estructura cerrada o escenas concretas. Vos podés plantear escenas que después filmás o no, porque, cuando salís a rodar, la realidad te pide otra cosa. Pero lo que sí hace el guion es ayudarte a fijar la identidad de la película y a pensar una estructura, aunque sea a grandes rasgos.

En nuestro caso, toda la investigación sobre el Jardín Japonés estaba ya en el guion original que yo escribí: la vida de Inomata en el jardín y también mi vínculo con él. Lo que apareció nuevo fue el viaje y esa forma más cercana al cinéma vérité: salir a filmar lo que pasa en la calle y después decidir si eso entra o no en la película. Entonces, si la pregunta es si el guion cambió, la respuesta es sí, cambió, pero se mantuvo el espíritu de lo que estaba escrito. Y, la verdad, en mis otras películas me pasó exactamente lo mismo.
¿Qué fue lo más difícil del rodaje?
Los personajes, cuando hacés este tipo de películas, se terminan de abrir recién en la cuarta semana de rodaje. Todo lo que grabás al principio no te sirve. Entonces, lo más difícil era, primero, la barrera idiomática. Y segundo, lograr que él se fuera abriendo, que se familiarizara con la gente y que se vinculara con la cámara. Que terminara de sentirse cómodo, eso era lo más complejo.
De hecho, él nos terminaba dirigiendo la película, y siempre era una discusión. Tenía una frase que repetía mucho: “fuera de punto”. Para él, cualquier cosa que quisiéramos hacer que no fuera una típica película de “cabeza parlante” era “fuera de punto”. Entonces, si lo queríamos grabar en la camioneta, para él era “fuera de punto”, y preguntaba para qué filmábamos eso. Le decías: “grabemos una escena tuya cortando sushi”, y se negaba. Estaba todo el tiempo consciente de eso, y el desafío era, justamente, desarmar esa resistencia.

Llevó tiempo hasta que en Japón se terminó de entregar a que lo filmáramos. Fue muy fuerte el cambio cuando volvió a su país. Si en Argentina era un personaje más bien expulsivo, en Japón empezó a hablar de otra manera. Realmente la diferencia entre Asia y Occidente existe, aunque uno a veces no la quiera remarcar por todo el tema del orientalismo o de fetichizar a Oriente. Pero después, en la práctica, se nota: hay una diferencia abismal entre esas dos cosmovisiones, esas dos experiencias.
Y lo que pasó allá fue que, cuando llegamos, él estaba renovado, revitalizado, como en su casa realmente. Fue una buena decisión viajar, a pesar de todos los riesgos que implicaba. Porque prepararlo fue complicado: estábamos viajando en pleno cierre de la pandemia, con chequeos médicos encima, sin saber si la guita nos iba a alcanzar, con la duda de si todo se iba al carajo por el tema del dólar acá. La típica vida del cineasta argentino.
¿Pensaste en algún momento que la película se caía?
La película podía llegar a un punto de cierre en cualquier momento, pero no por una cuestión creativa sino productiva: había que entregarla al INCAA sí o sí, cerrarla con un moño, y entregarla. El problema es que muchas veces eso da como resultado una película que no funciona, que parece un corto estirado. Y hay un montón de documentales que son así.
Yo, personalmente, no quería viajar a Japón, porque sabía que iba a ser un gasto enorme: de energía, de tiempo y de dinero. Sin embargo, durante todo el rodaje le habíamos prometido al protagonista que íbamos a ir a Japón. Y si de pronto no cumplíamos… eso con un japonés no se puede hacer. No hay manera de decirle algo y después no cumplirlo. Eso lo aprendí: si vos le decís a un japonés que hacés “A”, entonces hacés “A”. No importa cómo, pero lo tenés que hacer. Así que había que viajar.

Una vez allá, el rodaje fue más austero, casi de guerrilla, con un equipo reducido. Pero esa precariedad también generó más cercanía con él. Y, además, al hablar en su propia lengua, la película tomó otro vuelo. Apareció el Inomata más poeta, el que habla de su oficio en un registro distinto, algo que acá no se podía conseguir.
De hecho, en las proyecciones pasa algo muy revelador. La gente le hace preguntas conceptuales —¿por qué decide tal cosa?, ¿qué diferencia hay con tal otra?—, pero Inomata no responde en esos términos. Él decide cuándo hablar, qué contestar y a quién. Y uno tiene que entrar en su lógica.
Eso mismo lo viví en la etapa de montaje con Germán Sarsotti (productor y editor del film), cuando estábamos reescribiendo la película. En ese momento yo me puse a leer El zen y la cultura japonesa, de Suzuki. Allí aparece la figura del maestro zen: alguien que enseña cosas de la vida, pero nunca de manera directa. No es un profesor con pizarrón que te dice “esto es así”, ni un tutorial paso a paso. Enseña de otra forma, con frases enigmáticas —los koans— que al principio parecen incomprensibles, como poemas.
Y ahí entendí: esto es Inomata, y así tiene que ser la película. Una obra que cierra, pero de manera abierta. Como un jardín japonés: tiene límites claros porque está cercado, pero si se le quita el cerco se mezcla con el entorno. La película funciona igual: cerrada, porque tiene estructura, pero al mismo tiempo abierta.
¿Cuál es la reacción del público ante la película?
Es variado. Hay gente que la disfruta mucho, sobre todo quienes tienen interés en Japón: no solo del ámbito del cine, también gente atraída por la cultura japonesa, el paisajismo o la arquitectura. Eso me sorprendió, porque se armó un público más amplio de lo que esperaba.
También pasa que mucha gente que no suele ver documentales se engancha. A veces me dicen: “Che, qué raro este documental”. Y claro, si venís del rubro, sabés que hay distintas formas de narrar, pero para alguien que no consume el género, la experiencia es distinta. Igual conectan, y muchas veces lo hacen desde lo generacional: varios me dijeron que Inomata les recordó a sus propios abuelos.

Después hay matices según el público. En funciones más generales, la gente se ríe con los chistes, hay más distancia y un tono celebratorio. En cambio, cuando la pasamos en espacios con público japonés, la reacción es otra: la gente se emociona mucho, incluso llora.
Y eso me encanta, que la misma película pueda abrir un abanico de emociones tan distintas. Es lindo que vaya gente de mundos tan diversos, un cine para un público más amplio.
¿Qué consejo podés dar a aquellos que quieren hacer cine documental en Argentina?
El estado del documental hoy es deplorable, sobre todo a nivel institucional: no hay fomento. Filmar sale carísimo, equiparte también; hasta comprarte una cámara “barata” es caro. Y los pocos fondos que existen —Mecenazgo, Fondo Nacional de las Artes, Fondo Metropolitano— no alcanzan. Entonces, mucho queda en el terreno de la quimera.
Hoy el único formato documental que se financia un poco más es el true crime, que dentro de todo es lo más “convencional”. Digo “convencional” entre comillas, porque no es fácil, no cualquiera lo logra, incluso con los recursos que se manejan. Pero lo cierto es que esa es la línea más financiada: un documental más clásico, más de consumo masivo. En cambio, lo que se suele llamar “documental de creación” —esa línea más experimental, menos supeditada a la información— la tiene mucho más difícil. Desde que asumió el nuevo gobierno directamente desapareció el fomento a documentales, es una línea que no les interesa, incluso que quieren erradicar.
Entonces, si alguien recién empieza, yo le diría: arrancá con formas breves. Documentales de 10 o 12 minutos, no te metas de entrada en algo enorme. Antes nuestra generación tenía la “quinta vía”, que era la línea de fomento por excelencia del INCAA para documentales chicos; hoy no está. Entonces la opción es hacer cortos, probar con eso. Y si querés financiar, mirar hacia afuera: ahí hay mercado, aunque las agendas internacionales hoy giran alrededor de la guerra y de ciertos temas globales que tal vez nos quedan afuera.

Ahora, si la idea es filmar sin financiamiento y hacer lo que te gusta, también se puede. El documental tiene esa flexibilidad: podés filmar algo en el barrio, con lo que tengas. Y para mí eso es lo lindo: es un gran entrenamiento. Sirve para la ficción también. Te da mirada, oído, sentido de edición. Todo suma en el universo del cine.
Para cerrar, ¿qué es un jardín japonés?
Tomo la idea de Michel Foucault cuando habla de las heterotopías. Los jardines japoneses son heterotopías, es decir, espacios fuera del tiempo. Las utopías, en cambio, suelen situarse en un lugar que está fuera tanto del espacio como del tiempo. Las heterotopías, en cambio, funcionan como utopías dentro de nuestro propio espacio, pero que al mismo tiempo plantean una suspensión temporal.
Los jardines tienen justamente esa cualidad, la misma que tiene una sala de cine. Una sala de cine te propone un espacio fuera del tiempo, un encuadre donde entrás en un mundo distinto, en una línea temporal nueva que propone la película, dentro de un espacio que está por fuera del tiempo cotidiano.
Entonces, el vínculo entre el cine y los jardines tiene que ver con eso: con la posibilidad de suspender el tiempo y entrar en otro tipo de experiencia.
El amo del jardín
(Argentina/Japón, 2025)
Dirección y guion: Fernando Krapp
Producción: Bosque Cine y Bellasombra
Duración: 85 minutos



