Reseña: Mil golpes

Steven Knight, el genio detrás de Peaky Blinders (2013-2022), nos vuelve a meter de lleno en una historia de época. Esta vez nos lleva aún más atrás en el tiempo, a la Londres victoriana de 1880, donde la violencia y la pobreza mandan como ley absoluta.

La trama sigue a Hezekiah Moscow (Malachi Kirby), un inmigrante jamaiquino que llega a Londres con el sueño de ser domador de leones. Pronto se da cuenta de que lo engañaron como a un gil y que el verdadero plan era exhibirlo como una “salvaje bestia de África”. Esa sonrisa inocente y esa mirada esperanzada se topan con un mundo cruel y despiadado donde sobrevivir es una odisea. Allí es donde encuentra en el naciente deporte del boxeo una forma de salir adelante.

Por otro lado, está Mary “Polly” Carr (Erin Doherty), la jefa de una banda criminal de mujeres conocida como “las 40 elefantas”, dedicada al choreo y al robo de carteras. Mary busca demostrar lo que vale infiltrándose en la alta sociedad para armar un golpe importante contra la mismísima Familia Real del Imperio Británico. Su meta es zafar de las garras del sindicato del crimen manejado por los tipos, liderado por Índigo Jeremy, y encontrar su independencia lejos de los bajos fondos.

Y después está Henry “Sugar” Goodson (Stephen Graham), un boxeador a puño limpio que pelea en su propio pub, el Blue Coat Boy, y es el rey indiscutido del East End, el barrio más jodido y peligroso de la Londres victoriana. Las vidas de estos tres personajes se cruzan y se enredan en un triángulo amoroso medio borroso y en sus ambiciones sociales. La obsesión de Sugar con Hezekiah lo arrastra en una espiral que lo hunde cada vez más en un pozo oscuro, para él y para los suyos.

Los personajes secundarios encajan perfecto como complemento de los principales. Ahí están Alec Munroe (Francis Lovehall), amigo de Hezekiah; Eliza Moody (Hannah Walters), la segunda de Mary; y Edward “Treacle” Goodson (James Nelson-Joyce), hermano de Sugar. Cada uno actúa como la voz de la conciencia o motor de las motivaciones y acciones de los protagonistas. Sus subtramas parecen poco desarrolladas todavía, como en construcción, pero no empañan la trama principal: la complementan y, hacia el final, terminan siendo disparadores para lo que se viene en la próxima temporada, que ya está confirmada y filmada.

Hablando de subtramas, la que más me interesó fue la del señor Lao (Jason Tobin), un oasis de bondad que Hezekiah encuentra en Londres. Con una abuela china de por medio, el idioma se convierte en un puente clave para que el jamaiquino y el chino conecten desde el primer capítulo. Este personaje destila melancolía y soledad; se nota que algo complicado lo obligó a dejar su tierra. Suelta la información de a poquito hasta que explota en uno de los capítulos finales, convirtiéndose en una pieza relevante para la segunda temporada.

La serie muestra esa grieta eterna entre la clase baja y la alta. Para cumplir sus sueños, nuestros personajes tienen que fingir ser algo que no son. El futuro del boxeo profesional se le abre como una puerta a Hezekiah, pero la gran pregunta es: en una sociedad elitista y supremacista como la inglesa, ¿lo van a dejar ser un campeón negro?

Sugar Goodson, en cambio, representa la resistencia al cambio, o quizás la dificultad de no poder adaptarse. No quiere pelear bajo sus reglas, con candelabros relucientes y tipos de smoking. Ser un pez más en el mar de la aristocracia no le va; prefiere ser el tiburón de su pecera, su pub, en el East End. Pelear sin guantes, ir a contramano de la supuesta evolución del deporte. Solo haciéndose sangrar los nudillos arriba de un ring, rodeado de perdedores y borrachos, mantiene su trono como el jefe del barrio más bravo de Londres.

El diseño de producción es una locura, con un ojo para el detalle que te mete de cabeza en la atmósfera oscura y opresiva de la época. La recreación de la Londres victoriana es impecable, y se nota la diferencia abismal con el East End: calles angostas, lodosas, mugrientas y sombrías, edificios cayéndose a pedazos y un aire de pobreza y desesperación que se siente en cada escena.

Una de las cosas que más me gustó es cómo muestra la crudeza y la violencia de la época sin caer en el amarillismo o la explotación. La serie es intensa y te pega en las tripas, pero también es respetuosa y cuidadosa al retratar la pobreza y la lucha por sobrevivir.

En cuanto a las actuaciones, el elenco la tiene clara en general, aunque para mi gusto Malachi Kirby está medio plano, como que llegó tarde a la repartición de expresiones. Pero por quien hay que sacarse el sombrero es por Stephen Graham, que hace un trabajo fantástico. El cambio físico es tremendo. Para los que no lo ubican, es petiso, morrudo, tirando a gordito, y un actorazo que hizo de Al Capone en Boardwalk Empire (2010-2014), la rompió en Boiling Point (Philip Barantini, 2021) y en las miniseries Las virtudes (2019) y la reciente Adolescencia (2025), dos dramones de aquellos.

Sobre lo que viene, como mencionaba unos párrafos más arriba, sabemos que ya está confirmada que hay segunda temporada, y eso es una gran noticia para los fans. La primera terminó con un cliffhanger que te deja picando y con muchas ganas de ver cómo sigue la historia.