Los robots no tienen alma, sobre «Estado eléctrico»

Netflix ha estrenado una de las películas más esperadas de este año por todos aquellos que seguimos la ciencia ficción. Estado eléctrico (2025) es la última película de los hermanos Anthony y Joe Russo, publicitada como la película más cara producida por la plataforma de la N hasta el momento. Particularmente, cuando la promoción habla de altísimos presupuestos tiendo a escapar de ese material; como regla casi infalible, la mayoría de las veces más dinero no implica mejor calidad. Pero después de ver el avance y sorprenderme con una estética visual impresionante y descubrir que estaba basada en la novela ilustrada del año 2018 escrita por Simon Stalenhag, autor de la maravillosa Tales from the Loop, que además fuera escogida como la mejor novela de ciencia ficción de ese año, decidí darle una oportunidad. Vale aclarar que el libro es soberbio, una ucronía ambientada en el año 1997 narrada a dos voces. El personaje principal, Michelle, recorre los EE. UU. con Skip, un robot amarillo que esconde un secreto que se revelará hacia el final de la historia; la segunda voz es la de un soldado que ha intervenido en la guerra, nunca sabremos cuál, que proporciona un poco de contexto a la situación y a la época, no mucho, para mantener durante todo el relato una sensación de angustia y misterio. Se trata de una historia intimista que habla sobre las relaciones humanas, el ostracismo al que nos someten los avances de la tecnología y la búsqueda de libertad, relatada con maestría tanto por los textos como por los dibujos que la ilustran.

En cambio, la película es todo lo contrario: grandilocuente, excesiva, pretenciosa, pero lo peor de todo, predecible. Sufre del mal de la época, los diálogos aportan demasiada información, incluso para quienes no hayan leído el libro, tanto es así que cuando se van revelando las incógnitas, no sorprenden y de esta manera se elimina el clima misterioso y angustiante propuesto por Stalenhag. La falta de información sobre la guerra mencionada en la novela se transforma en la clásica rebelión de las máquinas, ya vista miles de veces con anterioridad. El personaje de Michelle, interpretado por Millie Bobby Brown, se transforma en una mujer que enfrenta a una megacorporación para salvar a su hermano; el soldado Keats, interpretado por Chris Pratt, quiere aportar humor a las situaciones, cosa que no logra ya que sus chistes se perciben de antemano puesto que también se han visto en incontables películas. Los personajes secundarios, especialmente los interpretados por Stanley Tucci y Giancarlo Esposito, se incorporan a la trama fílmica sin aportar nada a su desarrollo. El primero interpreta a Ethan Skate, un megaempresario de la informática, que sólo busca mantener su rédito económico a costa de la explotación de las demás personas y la exclusión social de los robots; y el segundo encarna al Coronel Bradbury, un cazador de robots que cuando descubre que es una marioneta de Skate se retira y ni siquiera se plantea reparar sus acciones erróneas; son dos elementos narrativos necesarios para dar un poco de solidez a la empresa Sentre, apenas mencionada en la novela. Sin dudas, los puntos más fuertes de este film son la estética, que reproduce con una fidelidad notable las ilustraciones del libro, y las escenas de acción, que se encuentran muy bien filmadas y entregan un poco de entretenimiento a un argumento sencillo y por momentos aburrido. La simpleza del mensaje transmitido, dejemos de lado la tecnología y tengamos más relaciones interpersonales, logra que el sacrificio del final no pueda apreciarse en toda su magnitud.

En definitiva, Estado eléctrico será la película más cara producida por la, hasta ahora, principal plataforma de streaming, pero no deja de ser una película del montón que se olvidará luego de unas semanas después de su estreno. Es una verdadera pena que no hayan sabido aprovechar la profundidad temática que tiene la novela de Simon Stalenhag y se hayan quedado solamente con la cáscara.