Reseña: Nickel Boys

En 2020, la novela Nickel Boys, escrita por Colson Whitehead, se llevó el prestigioso Premio Pulitzer. La historia narra la cruda y desgarradora vida de dos jóvenes afroamericanos atrapados en una institución del brutal sistema de reforma juvenil del sur de Estados Unidos durante la década del 60. Por su temática e impacto, no tardó en llegar la adaptación cinematográfica, dirigida por RaMell Ross, un realizador que ya se había destacado como documentalista y director de fotografía. Ross vuelca esas vocaciones en este largometraje con un estilo visual único y experimental, cargado de un profundo enfoque social. La película explora el racismo, la injusticia, el abuso institucional, la memoria histórica y la lucha por la dignidad frente a un sistema opresivo.

El realizador combina una mirada poética y reflexiva con un realismo descarnado sobre la dura realidad social. En Nickel Boys, su dirección se define por una atmósfera solemne y contemplativa que no esquiva la violencia ni la deshumanización que sufren los personajes, pero también deja lugar para la humanidad, la esperanza y la resistencia. El encuadre es clave: en vez de caer en el sensacionalismo, elige planos largos y una quietud que invita al espectador a procesar las emociones de los protagonistas y las tensiones sociales que los rodean. Aunque, hay que decirlo, esto le da al film un ritmo lento, casi letárgico. La cámara nunca apura ni fuerza la acción; deja que el tiempo fluya a su propio paso, como si quisiera que el dolor y la supervivencia de los personajes se asienten con profundidad. Es un testimonio visual del sufrimiento y la resistencia en esta parte oscura de la historia estadounidense.

El guion, adaptado por Ross junto al propio Whitehead, se centra en la compleja relación entre Elwood Curtis (Ethan Herisse) y Turner (Brandon Wilson), dos jóvenes que llegan a la Nickel Academy, un reformatorio donde las promesas de rehabilitación se pudren bajo la violencia física y emocional, alimentada por el racismo estructural del segregacionismo estadounidense. Desde el arranque, queda claro que no es una película convencional: todo empieza con una cámara subjetiva. Vemos lo que ve Elwood, el niño que será nuestro protagonista. En el cuadro aparecen objetos cotidianos hasta que su rostro se refleja en una plancha. Al principio, me pareció una forma original de presentarlo, acompañada por lo que oye (un discurso de Martin Luther King). Pero este recurso se mantiene casi toda la película, y ahí empieza a pesar.

Estamos en 1962. Elwood, con 16 años, tiene un futuro académico prometedor gracias a los sacrificios de su abuela, que lo crio desde que sus padres lo abandonaron de chico, y a un profesor que vio su potencial. Con un pie en la Universidad de Florida, un autostop desafortunado le cambia la vida: la policía los detiene, el conductor resulta ser un delincuente y a los oficiales no les interesa su versión, su inocencia ni nada. Su color de piel lo condena directamente a la Nickel Academy. Algo que me llamó la atención es que, hasta ese momento, la cámara subjetiva de Elwood siempre mira hacia arriba, muchas veces al cielo, como si tuviera esperanzas en el porvenir. Desde que entra al reformatorio, la vista casi siempre apunta hacia abajo, esquivando las miradas de sus interlocutores, sobre todo los de piel blanca.

La película no es solo un relato de abuso; también reflexiona sobre cómo las instituciones de poder moldean la vida de las personas. A través de la relación entre Elwood y Turner, Ross explora el contraste entre la esperanza y el cinismo. Elwood, inspirado por las ideas de Martin Luther King Jr., cree en el cambio positivo a través de la resistencia pacífica. Turner, más pragmático y curtido, desconfía de cualquier sistema que los excluya de entrada. Para él, dentro o fuera de Nickel, todo es lo mismo: las mismas miserias, los mismos maltratos. Al menos este infierno lo conoce. Este choque de posturas refleja los distintos modos de resistencia y adaptación ante un sistema opresivo. Elwood busca aferrarse a su dignidad, incluso en medio del abuso, mientras que Turner, que ya no cree en la reforma, adopta una supervivencia cínica. Sus diferencias resaltan la lucha por la identidad y la autonomía en una sociedad racista.

El sonido es otro punto fuerte: los ecos de gritos lejanos, el ruido de los golpes y los susurros arman una atmósfera de amenaza constante. Los silencios absolutos, en cambio, subrayan la soledad y la desesperanza. Cuando el director lleva a los chicos a la “Casa Blanca” —el lugar donde los “corrigen”—, la cámara subjetiva de Elwood no muestra la violencia directa. Se fija en detalles donde la mente busca refugio: una Biblia, una pierna que tiembla, unas manos entrelazadas. La violencia se entiende por el sonido y se ve en una mancha de sangre en una remera blanca.

Hay otro hilo narrativo, el del “presente”. Aunque no lo explicitan (o me lo perdí), parece ser Elwood adulto escribe sus memorias. Lo curioso es que aquí se abandona la cámara subjetiva y la toma pasa a estar por detrás del personaje. Yo lo interpreto como la mochila que carga de ese pasado (es mi lectura, totalmente certera y sin discusión) mientras reconstruye lo que vivió para su libro.

Nickel Boys es una obra compleja, reflexiva y humana que aborda temas sociales pesados con una mirada personal y artística. Es un comentario poderoso sobre la opresión racial y las cicatrices históricas que todavía duelen en Estados Unidos. A través de su estilo visual y narrativo, no solo cuenta una historia de sufrimiento, sino también de resistencia, esperanza y búsqueda de justicia. Eso sí, hay que tenerle paciencia: por momentos es lenta y soporífera.