September 5: otra de esas que ya casi no se hacen

El thriller periodístico o de investigación es uno de esos subgéneros cinematográficos que casi con exclusividad le pertenecen/pertenecían a Hollywood desde los 70 a esta parte. Podemos pensar o estipular varias hipótesis, quizá dentro de una cultura que –por lo menos hasta Trump– se ha vanagloriado del éxito de las instituciones del Estado moderno occidental frente a las otras formas de pensar la organización de la vida en sociedad, la idea del periodismo como un bastión de control cívico sobre las instituciones de gobierno sea vista siempre como una suerte de rémora para la corrupción y los desvíos éticos y morales de quienes ejercen el poder.
Desde esa óptica, el periodista es siempre alguien molesto. Alguien que busca, que indaga, que cree en la verdad de los acontecimientos por fuera de su contexto o ponderación. Lo que importan son los hechos y exponerlos de cara a la sociedad.
En este tipo de películas, los periodistas también son personas obsesionadas por los acontecimientos, por los personajes, por lo que sucede. Entienden que hay algo que permanece oculto o que, de ser visible, no está debidamente conectado con otros sucesos que modificarían su interpretación pública. El periodista o no tiene ideología o, de tenerla, no responde a otros intereses más que el de su propia ética: la presunta búsqueda de la verdad.

Por supuesto, esto es una fantasía más grande que Papá Noel o los Reyes Magos, sino pregúntenle a Jony Viale. Pero bueno, en los 70, muchas de estas películas aparecían entonces como una suerte de respuesta o contención a las crisis de representación de la política, de las clases dominantes y del sistema de frenos y contrapesos que la propia división de poderes occidental se supone que tiene. La Guerra Fría, como escenario vital de un conflicto sucio, por debajo del radar, con inteligencia cruzada y acciones militares por los costados, fue un terreno fundamental para exponer la idea de que el poder ya no se mostraba con tanta claridad, sino que tomaba caminos subterráneos pero que, paradójicamente, al mismo tiempo, también esto podía ser contado. Y si podía ser contado, si existía esa libertad, entonces no estaba todo roto.
En ese contexto, los medios de comunicación, en especial la televisión en vivo, aparecían como garantes –o potenciales garantes– de sostener el sistema y de narrar los hechos y mostrar los acontecimientos mientras ocurrían. Del escándalo Watergate a la caída de Nicolae Ceausescu en Rumanía, todo estuvo documentado y emitido en vivo para el mundo “libre”.

La postmodernidad y el llamado mundo líquido resquebrajaron esa idea de certeza confortable sobre buenos y malos o verdad y mentira. El sentido postestructuralista de que no existe algo verdadero o falso por sí mismo, sino una puja de poder sobre discursos que rondan a la verdad y que intentan imponerse en el tiempo fue cada vez ocupando más lugar en la discusión pública tradicional y espiralándose hasta nuestros días, donde ya no es que haya dos o tres versiones diferentes, aunque más o menos compartidas en los hechos sobre las cosas que ocurren, sino directamente la instalación verosímil de cosas que jamás pasaron. No lo sé con total certeza, pero a lo mejor la posverdad sea una de las principales razones de que cueste imaginarse un cine de periodistas posible.
En ese contexto es cuando, quizá 10 o 15 años tarde, aparece una película atípica, de esas que ya casi o no se hacen o se hacen muy poco, como September 5, dirigida por el suizo Tim Fehlbaum y nominada a la última entrega de los premios Óscar en la categoría de mejor guion original.
La película cuenta una histórica transmisión televisiva llevada a cabo por ABC Sports durante los Juegos Olímpicos de Munich de 1972, ocasión en la que una agrupación de liberación nacional palestina conocida como “Septiembre Negro” tomó como rehenes y asesinó a once miembros del equipo olímpico israelí.

El hecho de que, desde una perspectiva política y social si se quiere, se pueda complementar con películas como Munich (2005, Steven Spielberg) o Un día en septiembre (Kevin Macdonald, 1999), no es en sí tan relevante, sino que el foco está puesto en la cabina de transmisión de una señal deportiva que se debate entre seguir o no emitiendo en tiempo real los acontecimientos, aun cuando estos no están relacionados de forma directa con su temática o profesión.
De esta forma, los espectadores asisten a toda una serie de discusiones que tienen periodistas, editores de contenido y profesionales del entretenimiento que, acostumbrados a trabajar en deportes, deben decidir si es ético continuar con la cámara prendida con los desafíos que eso imparte: si están dando información en vivo, esa información llega a todos los televidentes, incluso a los terroristas que tienen secuestrada a la delegación israelí y que tienen acceso a todas las señales deportivas.
Como suele suceder en estos relatos, September 5 oscila todo el tiempo entre un drama o thriller histórico y político y cómo abordar su verdadero tema: cuál es el rol de los medios de comunicación y hasta dónde llegan las responsabilidades de los comunicadores.

En ese camino, Fehlbaum toma todas las decisiones que los libros dicen que hay que tomar en una película de esta naturaleza y encierra el espacio casi en su totalidad en la cabina de transmisión del canal y lo que pasa en un lapso muy pequeño entre los diversos actores y responsables de la señal. En esencia, como suele ocurrir, September 5 es una obra que, si bien tiene buenos resortes de puesta en cuadro y de montaje, está apoyada por completo en el guion y en las interpretaciones de un elenco que cumple a la perfección y donde se destacan Peter Sarsgaard, John Magaro y la alemana Leonie Benesch.
En definitiva, se trata de una película que funciona no tanto por la importancia que le da al tema político que aborda (de hecho, ni siquiera intenta tejer alguna relación entre ese momento del conflicto Israel-Palestina y lo que ocurre por nuestros días), sino que más bien logra un buen resultado desde el apego a la fórmula y a las convenciones del género, al tiempo que le da al espectador algo que quizá en el último tiempo hayamos aprendido a valorar un poco más y que es una buena historia, con personajes bien definidos, con conflictos claros y con una estructura sólida.



