Megalópolis y el legado de Coppola

Si bien está disponible desde hace meses, recién hace unos días por fin tuvo su estreno limitado en Argentina Megalópolis, la última película de Francis Ford Coppola.
La historia del proyecto es una película tan o incluso más interesante que el resultado final de esta. Desde finales de los 70, luego de Apocalypse Now, que el film resuena en la carrera del director. Muchas reescrituras de guion a lo largo de los años y presupuestos imposibles hicieron que ningún estudio quisiera arriesgarse a producirla. Recién en 2019 Coppola anunció que volvería a filmar y para 2021, luego de un parate obligado por la pandemia, el film comenzó su preproducción. La película costó alrededor de 163 millones de dólares que fueron financiados por el propio director, que vendió –literalmente– el viñedo de la familia para hacerla, y tuvo su estreno mundial en la edición 2024 del Festival de Cannes.
A sus 85 años, la incursión previa de Coppola en la pantalla grande había sido Twixt (2011), un bodrio infumable protagonizado por Val Kilmer y Elle Fanning. Previo a eso había filmado Tetro (2009), un delirio hecho en nuestro país que, si bien es rescatable en varios aspectos, terminó siendo más recordado por sus anécdotas de rodaje y la mala onda de Vincent Gallo que por la obra en sí misma. Así, para encontrar los últimos destellos de genialidad en la obra del cineasta hay que remontarse a los 90, cuando filma su última gran película, Dracula (1992), y The Rainmaker (1997), una muy buena adaptación de una novela de John Grisham.

Aunque sea triste decirlo, la carrera de Coppola siguió los pasos de muchos de sus colegas del New Hollywood de los 70 que no lograron adaptarse al cambio de milenio y al traspaso del fílmico al digital. Ni él, ni Brian De Palma, ni Bogdanovich, ni Friedkin pudieron mantener su estatus dentro de la industria como lo hicieron Scorsese y Spielberg, y recién durante los últimos 6 o 7 años, quizá por encontrarse ya en el ocaso de sus días, sus figuras fueron levantadas por las nuevas generaciones y por la cinefilia que los ubicaron en el lugar que merecen. Arriesgo aquí una pequeña teoría: quizá el éxito y difusión que tuvo el libro de Peter Biskind sobre esa época, Easy Riders Raging Bulls, haya tenido algo que ver.
Toda esta larga introducción viene a cuento para decir que las expectativas sobre Megalópolis fueron algo contrariadas a lo largo del intervalo de estos últimos meses desde que el proyecto se confirmó hasta que finalmente se pudo ver. Mientras que por un lado la película tenía el potencial de ser la obra cúlmine, legado y el regreso de uno de los mejores directores de toda la historia del cine, también la posibilidad de frustración, dados los traspiés de la carrera de Coppola, era muy grande y hacía pensar que podíamos estar frente a un fracaso de grandes proporciones.
¿La realidad? Como sucede muchas veces, algo en el medio entre las dos cosas o, si se quiere, dependerá del lado del vaso con el que quieran quedarse. Así, lo primero que me interesa decir es que considero que para opinar o pensar Megalópolis entiendo que hay que separar dos dimensiones. Por un lado, lo narrativo y, por el otro, lo artístico y visual.

En cuanto a la trama, el film presenta una ciudad de Nueva York en un futuro distópico cercano. Luego de una catástrofe que no queda muy en claro qué fue, Nueva Roma, el nombre con el que elige llamar al lugar el director, está semi en ruinas y en completa decadencia.
La ciudad está gobernada por un alcalde corrupto, Franklyn Cicero (Giancarlo Esposito), que se resiste al cambio y a la transformación. En oposición a él está Cesar Catilina (Adam Driver), un millonario arquitecto que puede detener el tiempo (¿?), obsesionado con plantear un futuro utópico, basado en el uso de una nueva tecnología y su convivencia armónica con el arte y la cultura. A grandes rasgos, el cuentito narra el enfrentamiento entre estas dos visiones del mundo a lo largo de un período en el cual la decadencia de la ciudad va a ir creciendo.
En cuanto a la dimensión estética, técnica y artística del asunto, como su nombre lo indica, estamos frente a una obra magnánima y exuberante. Si hay algo que reconocer en Megalópolis es el riesgo y la capacidad de asumirlo por parte de su director. Coppola cree en lo que hace y lo lleva hasta las últimas consecuencias. Desde lo visual, la película está filmada como pocas cosas en el cine actual. Es una obra repleta de imágenes, de secuencias visuales y de ideas puestas en práctica. No solo desde los decorados o la ambientación, también por la forma en la que el director elige narrar la película a través del montaje, que es sorprendente. El uso de lentes, de encuadres, los movimientos de cámara y la textura de las imágenes son apabullantes (vale un paréntesis sobre esto; tanto en la fotografía como en el montaje parece haber fragmentos de inspiración y homenaje al trabajo de dos de los grandes colaboradores en la carrera del realizador: Walter Murch, editor, y Vittorio Storaro, director de fotografía).

El problema en Megalópolis, que es donde creo que gran parte del público se quedará afuera, aparece dado por lo narrativo. Y no me refiero solo «a entender» la historia. Quiero decir, no es que sea una cuestión de complejidad o una necesidad imperiosa de comprender absolutamente todo lo que hará perder al espectador; el tema es que no se entiende mucho qué es lo que Coppola quiere decir y cuál es el subtexto.
Así, mientras que por un lado la película es muy exitosa al momento de plantear el seteo de la diégesis y las reglas de su mundo, hace mucha agua al momento de presentar las opiniones sobre los temas que aborda. Y claro, alguien podría decirme que no siempre es necesario que esta opinión esté, que no todas las películas deben tener un mensaje, etc.; y, si bien eso es muy cierto, la cuestión aquí es que el propio Coppola se esfuerza todo el tiempo en subrayar que está tratando de decirnos algo importante sobre la sociedad, la política, el poder y las relaciones humanas, pero nunca queda en claro qué.

Solo para poner un ejemplo: una cuestión relevante del film es la trama política. La lucha entre dos facciones que quieren imponer un modelo social para su territorio. Por un lado, Cicero es corrupto y conservador. Por el otro, Cesar es el “altruista” y quien desea un futuro mejor para todos. Ahora bien, en varios fragmentos del film la obra revela las miserias de nuestro héroe y se encarga de mostrarnos de forma gráfica su egocentrismo y su falta de empatía por quienes pueden estar sufriendo a costa de concretar sus deseos (por ejemplo, cuando realiza detonaciones en la ciudad para realizar las pruebas de su proyecto). Esa contradicción o, si se quiere, esa construcción matizada entre el bien y el mal respecto de los personajes, es interesante pero luego es abandonada por completo. Ningún personaje aprende, ningún personaje cambia. Solo sucede algo en determinado momento que hace que una idea se imponga por sobre la otra, pero sin ninguna reflexión o consecuencia ética o moral que pese sobre ellos. En definitiva, nadie –o casi nadie– se arrepiente o sufre las consecuencias de sus actos. Esta misma ambigüedad se traslada luego al resto de los temas que aborda la película. Entonces, vuelvo sobre lo mismo: todo el tiempo se nos está insinuando que se nos quiere decir algo importante, pero no se entiende qué.
En definitiva, Megalópolis es una película increíble desde lo visual y lo artístico, que ni por asomo se trata de un fallido en la carrera de un director que pone a jugar todo su talento y virtuosismo en el paño. A su vez, lamentablemente, la confusión respecto a las acciones que ocurren y las opiniones que se expresan sobre los tópicos que intenta abordar hacen que tampoco sea el legado y la carta despedida perfecta que Coppola imaginaba. Un trago un poco agridulce en medio de esos extremos, casi como la vida misma. Y a lo mejor está bien que así sea.



