Lizy y Faye: una reina y una bandida

Los Óscar ya no son lo que eran, pero todavía significan un evento canónico para todo actor o actriz que esté decidido a que esa estatuilla dorada marque un antes y un después en su vida. Así fue para Elizabeth Taylor, que se lo llevó en 1961 por Butterfield 8. Después de haber estado nominada por cuatro años consecutivos la academia decidió dárselo. El premio se le otorgó por pura lástima (la película es espantosa, según ella). En medio del rodaje de la que hasta ese momento había sido la película más cara de la historia, Cleopatra, Liz se enfermó de una neumonía que la dejó al borde de la muerte. Tenía 29 años, tres matrimonios encima y una belleza que no podía opacar ni siquiera la cicatriz que lucía orgullosa en el cuello, la de la traqueotomía que le habían practicado para salvarle la vida.

Faye Dunaway lo ganó en 1977 por Network. Los tiempos eran otros, el new Hollywood salpicaba de sangre las pantallas. Esa noche ella no duerme, va al hotel Beverly Hills de Los Ángeles y amanece en camisón y tacos recostada en una reposera junto a la piscina, los diarios con las noticias de la premiación esparcidos en el piso y en una mesa de vidrio el premio que acababa de ganar. Relucientes los dos, ella y la estatua que refleja el sol recién amanecido. Su pareja de entonces, el fotógrafo Terry O’Neill le saca una foto que pasó a la historia como The morning after. Ella mira el premio con una devoción desinteresada, queriendo irse a dormir después de todo el trabajo que le llevó recorrer el camino hasta ese día. Su vida, como la de Liz Taylor, también iba a cambiar para siempre después de ese premio.

Hace algunas semanas la señal Max estrenó dos documentales en simultáneo Elizabeth Taylor: The Lost Tapes y Faye,en los que de formas muy distintas y a la vez similares retratan a dos actrices que marcaron un hito en su época, cada una a su manera.

La reina

1964, el pico de la carrera de Elizabeth Taylor. Una superestrella internacional, ganadora del Óscar, muy cerca de ganar el segundo, dueña de una belleza pocas veces vista que resultaba ser el cascarón de una complejidad arrasadora. El periodista Richard Meryman comienza a entrevistarla para escribir un libro sobre su vida que finalmente nunca sale. La directora Nanette Burstein utiliza las cintas de esos encuentros, que fueron descubiertas hace muy poco, para contar una vida que parece escrita por un guionista de telenovelas pero que fue real.

Lo primero que hace ella cuando empieza a hablar es pedir un whisky con soda, su debilidad, porque detrás de esos ojos y de los diamantes había una alcohólica adicta a las pastillas que había nacido para sufrir.

A los 10 años su padre le pregunta a un productor si están buscando niñas para alguna película. El productor le dice que sí, pero que tiene que ser linda. Cuando llega a la prueba la gente la ve y no lo puede creer. Contratada. Su primer rol fue en There’s One Born Every Minute junto a la perra Lassie en 1942. Tenía solo 10 años y a partir de ahí no paró.

Condenada a roles de adolescente durante un tiempo largo llega el momento en el que protagoniza A Place in the Sun, su primer melodrama adulto en donde conoce al que sería uno de sus amigos más cercanos, Montgomery Clift. Es que, como cuenta el actor Roddy MacDowall, a Elizabeth le encantaba estar rodeada de hombres gays. Cuando estaba en un bache entre rodajes le gustaba irse de fiesta con Monty Clift y Rock Hudson por Nueva York disfrazada con pelucas y anteojos.

En las grabaciones aparece su listado de matrimonios. El primero con Conad Hilton fue una pesadilla, duró menos de un año. Apenas le cambia la voz cuando cuenta que él una vez la tiró al piso y le empezó a pegar patadas. Luego llega lo que parece el amor definitivo, el productor Mike Todd con el que tiene dos hijos. Todo iba bien hasta que Todd fallece en un accidente aéreo y ahí está ella viuda con apenas 26 años. A pesar de eso no puede quedarse quieta y a una semana del fallecimiento de su esposo continúa el rodaje de Cat on a Hot Tin Roof. El resto es un escándalo puro que Liz narra con sinceridad y sin arrepentimiento. Cuando habla sobre lo que significó haberse casado con Eddie Fisher, el marido de una de sus mejores amigas, Debbie Reynolds, dice que nunca lo quiso de verdad, que solo buscaba a alguien con quien hablar de su marido muerto.

En el rodaje de Cleopatra, rol por el que cobra un millón de dólares, una cifra impensada en esa época, sucede lo inevitable y conoce a Richard Burton, su criptonita, su quinto y sexto marido porque después de divorciarse en 1974, se volvieron a casar al año siguiente. Con él se sumerge en un espiral de amor, peleas y alcohol. Se transforman en la dupla favorita del público, llegan a hacer once películas juntos y la prensa no los deja en paz. Con ellos nacen los paparazzi y un concepto de celebridad que todavía no se había visto. El de la vida privada superando a la ficción.

El documental no ahonda en lo que fue tal vez una de sus épocas más interesantes, el final de los 60 y la década del 70 entera. Es el momento en el que empieza a hacer películas en las que deja de lado el glamour y los planos que la favorecían. Ahí están, por ejemplo, dos gemas del camp de Joseph Losey como Boom y Ceremonia secreta de 1968. En una parece una autoparodia, una millonaria planea su suicidio en una isla italiana con litros de alcohol y unos peinados imposibles. En la otra no tiene ningún problema en eructar en cámara. A estas se le suman Identikit, de 1974, un delirio inentendible donde actúa con Andy Warhol que incluye una escena de ella maquillándose que es como mínimo hipnótica.

¿Liz era buena actriz? Ni ella misma puede decirlo. Nunca quiso tomar una clase de actuación, era algo que sentía. No era importante que lo fuera, Elizabeth Taylor traspasó las décadas de manera camaleónica. En los 80 fue una de las primeras celebridades en recaudar fondos para la lucha contra el sida, fundación que se mantiene en pie hoy en día, y hasta actuó en la película de Los Picapiedras.

Liz no necesitaba ser buena actriz, era Elizabeth Taylor, y con eso bastaba.

La bandida

Si Elizabeth se pasó su vida rodeada de varones gays porque eran el grupo con el que más cómoda se sentía hasta llegar a convertirse en una de las primeras activistas visibles de la industria, Faye Dunaway parece que los quería lejos. Luego de ese tropezón que fue Mommie Dearest, que terminó convertida en una gema del camp, drag queens de todo el mundo replicaron hasta el hartazgo la escena más icónica en la que ella, travestida de Joan Crawford, se vuelve loca porque su hija usa perchas de alambre para colgar la ropa. “No wire hanger!!!!!!!!!!” grita en una escena que pretende ser dramática y termina siendo delirante (la lógica del camp, ¿no?).

Años de renegar de esa película y de que no le hiciera la menor gracia la escena mítica que, según ella, derrumbó su carrera, en 2019 la actriz fue noticia porque en una promocionada vuelta a los escenarios de Broadway le tiró algo en la cabeza a un asistente al grito de fucking faggot (algo así como puto de mierda). Luego de décadas de andar sin rumbo (hasta hizo una película de terror en Argentina en 2004, Jennifer’s Shadow, dirigida por Daniel de la Vega) el panorama no podía ser más desesperanzador para esta actriz que había sido la cara fundacional de new Hollywood y que era dueña de una de las fotos más icónicas de la década del 70.

Este documental dirigido por Laurent Bouzereau, entonces, viene a hacerle una lavada de cara. Faye hace un revisionismo de su carrera para dejar en claro que no es solo esa travesti que grita lo de las perchas en Mamita querida. Ella arrancó haciendo teatro serio, estudió en la universidad y un día fue convocada para hacer cine por los directores más aclamados de esa época. Mientras relata sus buenas y malas decisiones, lamentablemente decide ahorrarse la mención de una miniserie sobre la vida de Eva Perón que hace justo después de su película maldita y que está más cerca de una telenovela mexicana que de la obra de Andrew Lloyd Weber.

Su relato está atravesado y justificado por cuestiones de salud mental. La actriz cuenta que toda su vida atravesó grandes depresiones y un carácter explosivo que le dieron fama de difícil en la industria hasta que hace apenas unos años (después del incidente de Broadway, suponemos) fue diagnosticada como bipolar. Ahora, a sus 83 años con la medicación correcta y sus episodios maníaco-depresivos controlados, Faye está lista para volver, y este documental es el primer paso, un pedido de disculpas y grito ahogado que dice “no me olviden”.