La Chimera: una vida entre los muertos

Italia, territorio de quimeras sepultadas, olvidadas; creadas por la gente que ha perdido aquello que más amaba, con el fin de poder tener una excusa para seguir sus vidas hallando respuestas a incógnitas que no llevan a ningún lado. Son almas que están rondando en unos pueblos comidos por la naturaleza y por los fantasmas de las personas que alguna vez vivieron allí, indagando tanto en lo invisible que se terminan perdiendo ellos mismos. Ese es el destino que le depara a Arthur, un arqueólogo británico recientemente de luto por el fallecimiento de su novia, quien es el protagonista de la nueva película de Alice Rohrwacher.
Un hilo rojo es el que conecta el amor entre lo terrenal y el más allá, pero también es la bisagra del presente con un pasado que se rehúsa a desaparecer. A través de una atmósfera mística y de un tempo bastante dilatado, Rohrwacher vuelve a mezclar lo real con lo fantástico para someter a su personaje principal a un viaje de introspección, donde vaga por los paisajes italianos profanando tumbas y los bienes de los fallecidos con la suerte de obtener una conexión con los que ya no están, pero sin saberlo, solo lo aprisiona una soledad al no conseguir un lugar al que pertenecer. Lo que tanto ansía ya no existe. Solo quedan ruinas que evidencian la existencia de lo que alguna vez fue. En ese sentido, La Chimera parece apuntar que la historia (el país y sus objetos) es un ente que le pertenece a todos, aunque está en cada quién el hecho de cómo se le valora. Es una película que no solo cuestiona –y ve lo lindo– en compartir un pasado como comunidad, también demuestra lo agónico que puede ser ese dolor por añorar el ayer frente a una modernidad (y un sistema) que ha acabado con todo a su paso, capitalizando las propiedades sin siquiera preguntarse el valor emocional o cultural de las cosas.

Pero el camino de Arthur no termina allí. A través de celebraciones, ferias, fiestas, dinero y un amor fugaz… todavía no parece encontrar algo que lo haga feliz. Josh O’Connor da en el clavo interpretando a un tipo tan dolido que le es indiferente volver a conectar con la gente (no sabemos si por miedo o resentimiento), no tiene interés en alimentarse, verse bien, o siquiera solo cumple con lo que los demás le piden para ver si así consigue un camino qué seguir. Y no lo hace. La existencia le pesa en sus hombros al punto de profanar a los muertos para, de alguna manera, ser uno de ellos, volviéndose un cadáver rondando en el limbo.
Puedo contar con los dedos de mi mano las veces en las que un cineasta entiende el poder de lo que impregna en pantalla, Rohrwacher está metida ahí por darle a sus imágenes un estatus similar a las obras que Arthur descubre: inmortalidad. El arte preserva historias, emociones y sentimientos. La Chimera alcanza ese nivel de clarividencia, de magia inclusive, en donde concluye que la única manera para volver en el tiempo es cuidando y estimando esos restos del pasado que se materializan en obras (físicas, visuales, sonoras) para comunicarnos con lo que alguna vez perdimos. No sé, siento que es una realización que, nosotros como espectadores, tenemos la dicha de conseguir a diferencia de su protagonista.

Los mundos se abren, la cámara se invierte en su orden original y los sueños chocan con una realidad tan plana y demoledora. Presenciamos un lento recorrido sin oportunidad de regreso a la búsqueda del cielo debajo de la tierra, el lugar en el que quizás podamos reencontrarnos con los que nos dejaron, pero es esa misma agonía la que nos termina enterrando con ellos. Tal vez no sea mal final para alguien que siempre quiso ser parte de la naturaleza y, aunque sea una amarga despedida, de seguro así al fin podrá ser feliz. Tragedia de una mitología moderna. Alice Rohrwacher, posiblemente de las pocas personas que nos puede hacer ver las historias que se esconde detrás de nuestros sueños.



