The Holdovers: esas películas que quedan

Durante esta temporada de premios, se estrenó The Holdovers / Los que se quedan, la última película de Alexander Payne, protagonizada por un Paul Giamatti que da en el clavo, como siempre, en especial en este tipo de roles de hombres solitarios, desangelados que han fracasado según los parámetros del exitismo moderno.

Payne nos acostumbró a un cine sencillo, de bajo presupuesto que cuenta historias que se nota son cercanas a él y seguramente a esa parte de la sociedad del EE. UU. más profundo que muestra y que en nada se parece a las figuras esculpidas y bronceadas de Anyone But You / Con todos menos contigo (Will Gluck), por mencionar una fácil, pochoclera y bastante mala comedia romántica estrenada este mes también en cines.

Los viajes y los mundos de Payne

En Election (1999), un profesor mediocre de educación cívica se involucra en demasía en las elecciones del centro de estudiantes de una escuela, llevando a la acción sus preferencias, prejuicios y envidia ante la posible victoria de la nerd de la clase, Tracy Flick (la mejor Reese Whitherspoon que verán en el cine). Todos los personajes están sumidos en una sensación de fracaso, atentos a la mirada ajena pero sin la habilidad suficiente para ganarse su afecto real. Un reflejo del mundo en el microuniverso de un colegio secundario de EE. UU.

En esta película no hay nada bello, ninguno de los protagonistas (ni siquiera el “quarterback” del equipo de fútbol) es perfecto. A todos les falta ese filtro hollywoodense donde las figuras, las cabelleras y las pieles están pulidas y pasadas por la cama solar. Más allá del manejo del presupuesto, sospecho que la elección se hizo en función de la historia, del clima que el director quiso generar, para acercarnos a ese ambiente real y desangelado del que habla la película; que no funcionaría con la Reese Witherspoon de Legalmente rubia (Robert Luketic, 2001).

Algo parecido sucede en About Schmidt / Las confesiones del Sr. Schmidt (2002), donde la tristeza y desidia del protagonista tiñe toda la pantalla, traspasándola hasta llegar al alma del espectador. Si bien el ya consagrado Jack Nicholson aceptó hacer uno de sus últimos papeles protagónicos en esa oportunidad, el presupuesto tampoco fue extraordinario para la repercusión y trascendencia que tuvo la película.

En esta oportunidad Payne nos lleva de viaje con un profesor de escuela secundaria que saca a pasear parte de su depresión y resentimiento en una road movie. Junto con él, vemos lo que este director siempre quiere mostrar y contar: la vida de los EE. UU. profundo, ese que se filma fuera de Los Ángeles, Nueva York y Washington. Con Schmidt vamos desde Omaha, Nebraska hasta Denver, Colorado en su RV cruzándose con esos personajes que solo Payne sabe mostrar. Nunca sabremos cuál de ellos es un actor profesional y cuál un ciudadano nativo de Denver que se puso frente a cámara. Una suerte de Sorin norteamericano que lleva a la pantalla grande ese país que no todos en la industria quieren ver o mostrar, alejado de la fantasía, el artificio y las grandes puestas en escena, sin perder la magia del lenguaje cinematográfico para contarnos algo importante.

Hay algo de nostalgia y tristeza que persiguen a los personajes de Payne. En Sideways / Entre copas (2004), lo vemos condensado en Miles (Paul Giamatti) que es quien sufre su sensibilidad en un mundo donde prima la frivolidad y la exigencia por el disfrute. Parte de eso comparte el personaje de George Clooney en The Descendants / Los descendientes (2011), en especial la nostalgia por resguardar la tierra de sus ancestros, la historia de la familia y el amor por su esposa, aunque esté dañado de manera irreparable.

En Nebraska (2013) pareciera que Payne vuelve a hablar de lo que más conoce, al llevarnos nuevamente de viaje por EE. UU. desde Montana hasta Nebraska de la mano de un hombre mayor, que padece deterioro cognitivo y alcoholismo, junto a su hijo, un muchacho simple, que deja su vida mediocre en suspenso para acompañarlo en la búsqueda de una suerte de quimera. El clima vuelve a ser algo desolado, reforzado por el paisaje de los pueblos del norte y centro del país; antiguas ciudades industriales hoy venidas a menos, gracias al cierre de la industria nacional. Alejados del paisaje de Hawái y los viñedos de California que veíamos en Los descendientes y Entre copas, en Nebraska volvemos a las calles áridas, los bares de mala muerte y los cuerpos engordados de un país que decidió cerrar sus fábricas, abrir la importación de China, pelearse con el resto del mundo y fomentar la alimentación a través de ultraprocesados.

Sin embargo, este director no es un misántropo. Pareciera que quiere a esa parte del país, su realidad y su gente. La muestra con amor pero también con algo de dolor, haciendo honor al sonido de su nombre (payne = pain = dolor).

Excepto en Election, en todas ellas hay un viaje y, como en toda road movie que se precie, los personajes despiertan conciencias, atraviesan cambios y llegan a destino o vuelven a su origen siendo, en parte los mismos y, en parte, una versión renovada. Prueba de ello es la última y gran escena de Las confesiones del Sr. Schmidt. Quizás por ello en Election no haya una redención y seguramente esa sea la menos bondadosa de todas sus historias.

El nuevo clásico de Navidad

La premisa de The Holdovers no tiene la originalidad de las otras películas del director. La historia del vínculo profesor/alumno difícil la vimos; así como también aquella situada en un colegio pupilo donde las jerarquías, reglas e injusticias del mundo se condensan en un microescenario cerrado. La novedad no es lo destacable en esta película. Tampoco vemos su esperable relato sobre el EE. UU. profundo, olvidado y contemporáneo. Acá la acción sucede en los 70, en un colegio pupilo de Nueva Inglaterra donde asisten varones de clase alta. Sin embargo, la película tiene los elementos suficientes para meterse dentro de la categoría de clásicos recordados.

El profesor Paul Hunham (Paul Giamatti) es estricto, desagradable en carácter y físico, al padecer una afección en la vista y una suerte de problema hormonal que lo hace oler a pescado. Es el encargado de quedarse en la escuela durante el feriado de Navidad, cuidando a los alumnos que también se quedan allí, ya sea porque sus notas no se lo permiten o porque sus padres no pueden llevarlos. El alumno en esta historia es Angus Tully (Dominic Sessa) y el trío se completa con Mary Lamb (Da’Vine Joy Randolph), la cocinera afro que ha perdido recientemente a su hijo en la guerra de Vietnam.

Con esa simpleza, la película plantea dos o tres temas que, si bien no son habituales en el cine de Payne, pueden asociarse a esas historias de desencanto que tanto le gusta contarnos. El fracaso del sueño americano está enfocado principalmente en el profesor que, además de sus problemas físicos, carga con una relación un tanto problemática con el alcohol, no ha logrado el éxito académico, conformándose con la enseñanza en el secundario, a pesar de haber estudiado en una de las principales universidades, y tampoco ha formado una familia tradicional ni una pareja estable. La escuela es su mundo, su universo y el reinado construido a base del mito de ser el profesor odiado.

Por su parte, Angus también se ha construido su propio personaje como el alumno difícil, problemático, hijo de ricachones que no se hace cargo de su lugar de privilegio, rompiendo las reglas de toda institución educativa a la que ha ido. Por este motivo, la escuela Barton es su última oportunidad antes de la academia militar. Este personaje es solo la fachada, ya que hay un padecimiento real debajo de varias capas en la vida del chico.

Mary es la que sufre con motivos abiertamente conocidos pero de manera estoica. Ella sigue cocinando, fumando y viviendo su vida al margen de los privilegios de esos otros a quienes sirve. Su tristeza quizás sea la más benevolente de todas las que rondan en esta suerte de Santa Trinidad díscola y sin armonía.

Según Payne, hizo mirar a su equipo de producción de arte muchísimas películas y series de los 70 para que tuvieran a mano la estética y pudieran reproducir al detalle, cosa que logran en cada elección de vestuario, maquillaje, escenografía y música. En este aspecto quizás sea la que tiene mayor trabajo de arte de todas las películas mencionadas, o al menos de ese trabajo que se hace notar. Sin embargo, la intervención no molesta, sino que acompaña a la creación de un clima de época y ayuda a meternos de lleno en ese ambiente rígido y despojado de calidez que tendrá que ir llenándose de vida a medida que la historia avanza y los vínculos se construyen.

El viaje no falta y, en este caso, el trío llega hasta Nueva York para pasar el 25 de diciembre, cada uno con un objetivo diferente. Payne logra hacer de esta una película de Navidad, evitando caer en los lugares comunes de las del subgénero, manteniendo, a la vez, su marca equilibrada entre comedia y tragedia. De esta manera Los que se quedan se perfila como un nuevo clásico de fin de año para ver solos/as, en compañía, cuando quieran ver algo amable y reconfortante o algo llevadero y gracioso. Como sea, es una de esas películas que seguro vamos a repetir y, así, hacerla trascender. Sin grandes despliegues ni declaraciones, el director de algunas de mis favoritas acierta nuevamente para dejarnos algo que queda.