Ferrari: sobre la pasión

“Dos objetos no pueden ocupar el mismo espacio al mismo tiempo”, dice Enzo Ferrari (Adam Driver) en un momento de la película. La frase funciona como síntesis conceptual del film, abarcando tanto un sentido literal, dado que Enzo se refiere a dos autos que no pueden ocupar el mismo lugar en una pista, como un sentido metafórico, referido a las dos familias paralelas que el personaje interpretado por Driver mantiene a lo largo de todo el metraje.

Ferrari no cuenta la historia de cómo se fundó la “scuderia”, como podría suponerse desde una rápida mirada a su afiche y sinopsis, sino que se desarrolla en un período acotado de unos pocos meses de 1957, en los cuales Enzo Ferrari debe afrontar, por un lado, el posible quiebre de su empresa, y por otro, una relación paralela con su esposa Laura (Penélope Cruz) y su amante Lina (Shailene Woodley). Este juego de dobles es una constante a lo largo de todo el film; los dos conflictos principales del protagonista, las dos mujeres que marcan su vida amorosa, los dos hijos que tiene (uno recientemente fallecido y otro no reconocido por ser extramatrimonial).

Michael Mann, legendario director norteamericano, sabe fluir de forma ágil entre el melodrama que conlleva el conflicto marital de Enzo y la adrenalina de las secuencias automovilísticas. Si revisamos la filmografía del director, sobre todo en películas como Thief (1981) o Manhunter (1986), nos vamos a encontrar con protagonistas más bien reservados, envueltos en mundos grises. Si bien Enzo Ferrari puede catalogarse como un personaje sobrio, la forma de describirlo visualmente (y al mundo que lo rodea) que tiene Mann lo aleja de esta concepción fría; mucho tiene que ver la pasión que esconde el personaje bajo capas de maquillaje y antipatía.

Porque Ferrari, en el fondo, trata sobre lo que conecta al ser humano con la pulsión de vida, y eso no es más que la pasión. Es Enzo enseñándole a su hijo cómo diseñar un motor, es Enzo empujando su auto para no despertar a su familia cuando se va por la mañana, y es Enzo llorando mientras se ve reflejado en una ópera italiana. Mann deja de lado los grises y celestes de Thief para pasar a narrar en ocres, rojos y naranjas. Los colores cálidos que abundan en el film no son casualidad, sino más bien una forma de contar visualmente el código por el que se rigen los personajes.

Hasta en sus momentos más oscuros, Enzo y Laura Ferrari no dejan de ser personajes ricos, con muchos dilemas para el posicionamiento del espectador respecto a ellos, debido a su alto grado de contradicciones y sentimientos puramente pasionales. Personajes sobre los cuales, por cierto, nunca se impone un juicio moral, muy presente en gran parte de la producción cinematográfica actual. Y esto, en el contexto en el que estamos, solo enaltece la película y humaniza a los personajes, incluso cuando están hablando en inglés con un acento italiano bastante ridículo.

Como cuando alguien hace un all-in en póker, Enzo Ferrari se juega la continuidad de toda su empresa (por lo tanto, de su vida) a una carrera final, la “Mille Miglia”. Es en este tercer acto en el que se decide si la Scuderia Ferrari vive o cae en bancarrota, y Mann ejecuta esta última carrera con la misma lógica que Enzo, es decir, hace uso de todos los recursos cinematográficos que tiene para contar con visceralidad este tramo. No escatima en primerísimos primeros planos de los conductores, en un ritmo frenético de montaje, en cámaras lentas o incluso en efectos visuales. El resultado no solo es sorprendente, y va en contra del prejuicio de lo poco dinámico que puede ser un director octogenario al filmar, sino que incluso hay un travelling muy memorable –aquel que sucede luego del accidente– que se resuelve casi en silencio, confiando plenamente en la fuerza de la imagen.