Ven a mi casa esta Navidad: el infierno son los otros

Podría decirse que las películas navideñas son un género en sí mismo dentro del cine. Desde clásicos de la posguerra como It’s a Wonderful Life!, de Frank Capra a Mi pobre angelito o ese delirio hermoso de intercambio de casas con Cameron Diaz y Kate Winslet que es The Holiday, en loop en el cable hasta el cansancio para acompañar la cena previa al brindis. Las películas navideñas son epifanías, nos muestran el lado más humano de personajes amargados que reciben una iluminación transformadora, como si sirvieran para inspirarnos en nuestra propia lista de intenciones de año nuevo y convertirnos en las personas que siempre deseamos ser.

En el cine nacional no abundan los ejemplos de cine navideño, se puede pensar en Felicidades, de Lucho Bender, y ahora en Ven a mi casa esta Navidad, ópera prima de la realizadora Sabrina Campos. Acá nos encontramos con Inés (Leonora Balcarce), una mujer de 40 años que llega el veinticuatro a la noche invitada a un festejo de familias ensambladas en el que puede ser cualquier cosa menos la protagonista.
Desde la primera escena la vemos incómoda, dándole unas pitadas a un porro en su auto para retrasar la entrada a ese portal del infierno que va a resultar ser la casa de los suegros de su hermano (sí, así). La cámara la acompaña en ese caminar torpe y lento, en el saludo pegajoso de diciembre en el conurbano, presentándose con gente que nunca vio en su vida. Están sus padres y también su hermano y su cuñada embarazada. Inés está pendiente del celular, de los mensajes tardíos, de uno que ya no es nada y que no alcanza para ser rescatada de las preguntas incómodas y el deseo de desaparecer.

Ven a mi casa esta Navidad (título de una canción de Luis Aguilé que suena en una de las escenas) es una comedia que tiene cierto aire rohmeriano, pero también podría ser una película de terror, una historia de cocción lenta que funciona como retrato de una generación a la que le pesa la frustración de no cumplir con las expectativas impuestas por su entorno: la maternidad, el éxito profesional, las nuevas maneras de vincularse, todos los mandatos que supuestamente se vinieron a desarmar pero siguen ahí.
Al final no hay ninguna epifanía, Inés no se ilumina, pero puede escapar de la asfixia del festejo. Decide quedarse sola y en un hermoso último plano, toma coraje para mirarse en el espejo y enfrentarse a su propio fracaso, como cualquiera de nosotros que llega a casa un veinticinco de diciembre a la madrugada agradeciendo que todo haya terminado.



