Dejar el mundo atrás (Leave the World Behind, Sam Esmail, 2023)

It´s the end of the world as we know it (and I feel fine fine)
Amigues, no estoy de ánimo para pensar una manera de escribir sin spoilers esta reseña. No es que la película tenga giros sorprendentes en la trama, pero si quieren verla sin saber nada, deténganse aquí.
Tengo una debilidad por Sam Esmail. Mr. Robot (2015), aun siendo un afano, es una maravilla. La primera temporada de Homecoming (Eli Horowitz, Micah Bloomberg), de la que dirigió todos los capítulos, es una hermosura, que fue desfalcada a su vez por Severance (Dan Erickson, 2022).
En 2014, antes de Mr. Robot, dirigió su ópera prima titulada Comet, en la que actúan Emmy Rossum y el omnipresente por esos años Justin Long. Comet cuenta un romance en un universo paralelo, utilizando gran parte del bagaje de imaginación visual al que luego daría rienda suelta en Mr. Robot.
Por estos días, en una estrategia cuestionable, Esmail está estrenando su segundo largometraje como director, en un extraño simultáneo en salas y en Netflix.

En Dejar el mundo atrás (Leave the World Behind), la pareja formada por Amanda y Clay Sandford (Julia Roberts y Ethan Hawke) decide tomarse unas repentinas vacaciones para salir de la ciudad de Nueva York y despejarse. Mediante una app, alquila una lujosa casa con pileta, ubicada en una zona exclusiva de Long Island. Viajan con sus dos hijos, al adolescente Archie (Charlie Evans) y la preadolescente Rose (Farrah Mackenzie). En el auto, todos están enfrascados en sus dispositivos electrónicos: ya sea radio satelital, GPS, redes sociales o música. La idea está clara desde el inicio. Rose, notoriamente, está bingeando la serie Friends (Martha Kauffman, David Crane, 1994). Hay una nota disonante: la tablet pierde la señal. Ecos de Funny Games (Michel Haneke, 1997 / 2007) en el inicio de la película.
La casa de vacaciones es un coqueto chalet con pileta y parque. Todo parece marchar bien. El sol brilla. La casa es cómoda. La pileta está limpia. La playa está cerca. En apenas unos minutos se pintan los personajes. Amanda, se presume, es quien provee el buen pasar económico en la pareja. Está pasando por una etapa de misantropía en su vida (I fucking hate people,dice). Trabaja en publicidad. Trata con clientes y es madre de dos adolescentes. Era esperable. Clay, por otro lado, es el retrato del intelectual cincuentón progre que escuchaba Pixies en sus años mozos y que decidió no pasarse a radio Aspen. Amanda dice que viven en Palermo. Clay dice que viven en Villa Crespo. Él es como un “Dude” moderno, pero padre, esposo y votante de Myriam, que allá es Biden, créase o no. Más relajado que su esposa, enseña en la Universidad. Anda en ojotas y pensando en un libro de una alumna que va a prologar. No se muestra en la película, pero seguro que tiene un frasco de faso en algún lado; orgánico, eso sí. Nada de agrotóxicos.
Amanda sale de compras. Una imagen la sorprende. Un hombre de barba y gorrita trucker carga en su camioneta provisiones de conservas y agua mineral. Ese hombre es el misterioso Danny (Kevin Bacon). El relato se pone en marcha cuando empiezan los problemas. La familia hace una excursión a la playa, que termina con una escena de pesadilla: un superpetrolero encalla de frente, justo donde los turistas están descansando al sol. “Falló el sistema de navegación”, dice un guardia de seguridad. La imagen del coloso de metal acercándose lentamente a la playa para encallar en ella es una metáfora visual de la película.

Ya no hay internet ni TV. Por ende, en medio de este paisaje acomodado, pero aislado, no hay noticias. El malestar de la desconexión, un sentimiento que empezamos a vivir en los últimos 10 años, se hace notar en la pantalla. No hay mucho tiempo para que crezca, cuando la noche cae, alguien toca a la puerta. Esmail cita ecos de Jordan Peele aquí: quienes tocan a la puerta son un hombre y su hija, vestidos de gala, de modales suaves y amables. Pero son negros, lo que causa la duda prejuiciosa de Amanda. G.H. (Mahershala Ali) y su hija Ruth (Myha’la Herrold) explican que son los dueños de la casa, que en la ciudad de Nueva York hay un apagón. Que quieren pasar. Amanda se resiste. Clay acepta. Se construye la tensión. No está claro, en un punto, quién es el intruso, ¿el inquilino o el dueño? G.H. es un hombre conectado. Un financista de los dueños del mundo. El único agujero en el verosímil es ¿por qué carajos un millonario pondría en Airbnb su casa de fin de semana? Pero tal vez por estos razonamientos es que yo soy pobre. Sigamos.
G.H. elucubra que algo grande está pasando. ¿Un ciberataque? Lo sabe porque sus clientes poderosos se comportaron raro los últimos días. Una vez postulé que los relatos apocalípticos tenían dos modalidades: los que comienzan con el nuevo orden mundial ya establecido, luego de la caída, llamados postapocalípticos y los que se sitúan en el grado cero o apocalípticos. En el momento que todo está derrumbándose. Es la diferencia principal entre The Walking Dead y Fear the Walking Dead. Entre las destacadas películas postapocalípticas tuvimos 28 Días después (Danny Boyle, 2002), Soy Leyenda (Francis Lawrence, 2007), La carretera (John Hillcoat, 2010) o El libro de Eli (Hnos. Hughes, 2010).
Las apocalípticas de grado cero como El día del fin del mundo (Greenland, Ric Roman Waugh, 2020), 2012 (Roland Emmerich, 2009), Guerra Mundial Z (Marc Forster, 2013), que nos cuentan el instante de la caída, plantean que ciertos estamentos de la sociedad, los estratos más altos gubernamentales, los multimillonarios y gente útil para la reconstrucción, como oficiales de Naciones Unidas o los ingenieros, serán salvados por un plan especial, en caso de que llegue el día que todo se vaya al carajo. Mauricio tiene tres de tres, ojo. No solo le toca un asiento, sino que es con ventanilla. Esta es la tesis que plantea G.H. Por los movimientos en las finanzas mundiales, advirtió que algo estaba ocurriendo. Por el comportamiento de su cliente más poderoso, que adivinamos es Elon Musk, se dio cuenta de que tenía que abandonar las grandes urbes y refugiarse. Sin embargo, el personaje, en un giro extraño para escapar de la conspiranoia, hace un salto a la Don Draper, y manifiesta “nadie tiene el control”. No hay sinarquía, no hay liderazgo, si esto es lo que parece que es, no hay plan.

Las situaciones se agravan. A la mañana siguiente, Clay trata de ir al pueblo a buscar un diario en papel. Como no tiene GPS, fracasa en su intento. Una mujer latina hace dedo en la ruta. El gringo progre la escucha, pero la deja tirada. Otra metáfora.
Un dron bombardea los campos y caminos. Al principio pensamos que es un gas, pero luego descubrimos que son papeles; “Muerte a América”, rezan los folletos. Guerra psicológica. G.H. va a la casa de los vecinos, aún más ricos que él. Han escapado. En la playa encuentra los restos de un accidente aéreo. Pero la cosa empeora, los Boeing están cayendo del cielo. Uno, justo junto a él. Su esposa estaba en vuelo. Tal vez ese mismo.
En la casa refugio, la lengua filosa de la joven Ruth altera a Amanda. Son parecidas, pero no lo saben. Ambas desconfían profundamente una de la otra. La negra joven y la vieja blanca. Ambas acaudaladas, eso sí. Los pobres, a esta altura, ya están al horno.
Los pájaros se alejan y los ciervos se congregan. Es interesante. El ciervo, usualmente pacífico y trofeo de caza, se acerca, incluso de manera amenazante, a su depredador. ¿Otra metáfora? ¿Es esta una revolución de los mansos? Ruth avisa que algo está pasando con los animales, pero no encuentra mucho eco con su familia. Un sonido misterioso los aturde y los pone de rodillas. Una garrapata pica a Archie. Todos vuelven para compartir las noticias. Sacan conclusiones. El mundo ha cambiado, al menos, por un tiempo. Como al inicio de la pandemia, la mirada es preocupante pero optimista: esto también pasará. ¿Esto también pasará? El horror occidental es que nos despierten de esta simulación de vida, de esta matrix, en la que vivimos. Que el bombardeo de confort y contenido, que obtenemos en los 40 minutos que tenemos entre trabajo y trabajo, se detenga. Que nos veamos obligados a sembrar nuestra tierra, iluminarnos con velas y lavarnos en una bañadera con agua calentada al fuego, leyendo un libro, aprendiendo carpintería.

En algún momento, ya no identifico cuándo, la familia quiere volver a su casa. O, al menos, a algún lugar familiar. La excursión a los ranqueles, aún millonarios, no ha funcionado. La única salida del lugar es mediante una autopista que está colapsada. Un rebaño de Teslas automatizados bloquea, chocados, la entrada. Para más terror, los autos, sin tripulantes, todos blancos, siguen llegando y estrellándose unos con otros. Como en La autopista del Sur, de Julio Cortázar, el embotellamiento es eterno.
La vuelta al ¿hogar? nos encuentra con los roles cambiados. Ahora G.H. y Ruth son los que reciben en la puerta a la familia. Hay alcohol y marihuana para los adultos. Un remanso de paz. G.H. y Amanda coquetean. Al parecer Amanda no era xenófoba, sino aparofoba. Ruth y Clay comparten un porro, pero vapeado. Amanda y G.H. comparten una canción y un baile. La música en formato físico, la colección de vinilos de G.H., está a salvo. El estruendo sonoro irrumpe nuevamente. Archie lo sufre más que los demás.
En las conversaciones que se dan a lo largo de la película, todos tienen una explicación. Es casi como un juego. Lo que más temen los personajes –y los espectadores– es lo primero que se piensa que está ocurriendo. Una falla energética, un ataque de la yihad islámica, un cibertaque general, armas misteriosas de los chinos o los rusos, la adicción a los teléfonos, la automatización de los autos, la dependencia tecnológica, o incluso, las epidemias extrañas, de las que dan cuenta en medios serios como la enfermedad de Lyme, ocasionadas por las picaduras de garrapatas. Según Esmail, es más probable que sea la misantropía, expresada primero por Amanda, y luego por resentimiento y revancha, por Ruth, que incluso se carga simbólicamente al personaje de Clay (Es un buen tipo, pero estoy segura de que me quiere coger).
La fiebre de Archie, que comienza a perder los dientes (atención la interpretación de los sueños en el tema de la caída de dientes), moviliza a buscar ayuda médica. Al mismo tiempo, Rose salió de la casa y está perdida; serán Amanda y Ruth las que traten de encontrarla.
Los hombres recalan en el único que puede ayudarlos en la zona. Los millonarios ya huyeron. Solo queda Danny, el constructor, el hombre de la pick up y la reserva de víveres. Un survivalist como le dicen ellos y que hemos visto en infinidad de películas y series. Alguien con agua, refugio, medicamentos, radio onda corta y, por supuesto, armas. El encuentro es áspero pero revelador. Danny los invita a irse de su tierra. G.H. reacciona con la prepotencia de los ricos, arma en mano. Pero el terreno se ha nivelado. Danny también está armado y convencido de defender lo suyo. Clay se pone en medio de ellos: confiesa que es un hombre inútil en este mundo. Solo quiere socorrer a su hijo.

El intercambio de información nos sorprende: según Danny, estamos ante la suma de todos los miedos. Todos los enemigos de los Estados Unidos se han puesto de acuerdo. Todas las teorías son verdad. Es la yihad, y son los coreanos y los chinos, y es un cibertaque coordinado y el sonido es un arma de microondas que ya se probó en Cuba. En cambio, G.H. une los puntos y piensa que lo que están viviendo es un golpe de Estado, que todos los eventos que hemos visto fueron fases de este y que la guerra civil, simbolizada con este enfrentamiento entre ricos, clase trabajadora e intelectuales, es la etapa final.
Ruth y Amanda, buscando a Rose, recalan en la cabaña del bosque. Los ciervos las rodean. A lo lejos, Nueva York es bombardeada por fuerzas indeterminadas. Los animales huyen.
Rose se metió en la casa de los vecinos. Se come las provisiones. Privada de su serie favorita y modo de vida, está ávida de consumo. Encuentra el búnker que los dueños de casa tenían preparado, aunque no llegaron a ocuparlo. Sobre la pared hay una inmensa colección de DVD. Rose encuentra su anhelado capítulo final de Friends. La música de la comedia noventera cierra la película. Un remate plantado desde el inicio y un mensaje para nosotros: Danny nos dice que todo estaba anunciado. Que había que leer los diarios más allá de los títulos. No nos dimos cuenta, claro, nos dice Esmail. Estábamos viendo series.
Los relatos del grado cero de la caída son los que más me aterran. Tal vez por eso es que me gustó y temí tanto mientras veía la miniserie francesa El colapso (L´Effondrement, Jéremy Bernard, Guillaume Desjardins, Bastien Ughetto, 2019), que relata paso a paso, evento a evento, como imaginan los autores que ocurrirá.

Dice Arturo Pérez Reverte:Es contradictorio e imposible (y peligroso) disfrutar de las ventajas de ser romano y al mismo tiempo aplaudir a los bárbaros. Suscribo. Nuestro modo de vida es frágil. Las cosas que damos por sentadas no lo están realmente. Ni siquiera en nuestro rincón al sur del culo del mundo la paz está garantizada. La sistemática exclusión del otro no solo es una aberración moral, sino que se torna en una bomba de tiempo. El mundo siempre fue un lugar peligroso. Nos olvidamos. Tal vez trabajar 18 horas por día tenga algo que ver con eso. Estamos tan cansados que ya no nos queda ni la capacidad de reflexión. Confiamos demasiado en que no iba a pasar (de nuevo) que los lunáticos tomaran por asalto el castillo. Creímos aprender de la lección de la historia: no poner en posición de poder a líderes mesiánicos y beligerantes. Mientras lo creíamos, normalizamos comportamientos no tan normales de quienes creímos gente razonable. Se empezaron a cometer errores groseros. Putin y Xi Jinping decidieron terminar con la fachada de alternancia cuasi democrática que se sostuvo tras la caída del Muro de Berlín. Llegaron los Trump, los Bolsonaro y las nuevas formas de derecha, alejada del conservadurismo liberal inglés y más cercanas al fascismo místico. Ahora se relativiza a los nazis y el holocausto. No se condena lo que claramente es accionar terrorista y se aceptan bombardeos con fósforo blanco de potencias militares a poblaciones civiles. No solo no se puede creer en nada de lo que se ve ni se escucha, sino que la sucesión de atrocidades es tan veloz que, cuando finalmente verificamos un hecho, ya ha sido sepultado por la próxima aberración.
No es para alarmarlos, pero la película, basada en una novela homónima de Rumaan Alam, fue producida por Barack y Michelle Obama.
Estamos jodidos, mejor me voy a comprar agua mineral y latas de conserva. O tal vez ponga Friends. Creo que hay un capítulo en el que trabaja Julia Roberts y Rose no se dio cuenta de que es igualita a su mamá.



