Diciembre 2001

La era del biopic argentino adquirió autosustentabilidad y entró en el juego de la ficción histórica reciente. Es una buena noticia, ya que estas cadenas no suelen dar puntada sin hilo. Significa que el mercado interno es lo suficientemente robusto como para que valga la pena poner dinero en producir estas cosas, que son un guiño atractivo para un par de generaciones de argentinos, pero que difícilmente puedan considerarse panregionales.

Diciembre 2001 solo es entendible para quienes conocen el contexto. Aquí se nota una falla. Los mejores ejemplos de este estilo son entendibles para el público general. Cito el caso de Too Big to Fail (Curtis Hanson, 2011),que relata la crisis económica de las hipotecas en EE. UU. en 2008 desde el punto de vista del secretario del Tesoro, o Cambio de juego (Game Change, Jay Roach, 2012), que narra desde adentro la campaña del republicano John McCain, que lanzó la carrera política de Sarah Palin y el movimiento Tea Party. El contexto puede ser desconocido pero el drama, en su dimensión humana, debe ser entendible para todo el mundo.

Por alguna razón que se desconoce el relato de Diciembre 2001 quedó rengo. La serie está basada en la crónica de Miguel Bonasso titulada “El palacio y la calle”. Pues bien, al inicio se sugiere que se contarán con el mismo grado de importancia los sucesos que ocurrieron en la casa de Gobierno y en las protestas en la calle. Esto es rápidamente abandonado. La línea de “la calle” queda sin peso específico, y desparece incluso en duración.

El palacio es la línea elegida, y tal vez la esperada por el público, que quiere ver los entretelones y revelaciones exclusivas. Lo que nos llevamos, más bien, es al emperador desnudo y figuras públicas puteando floridamente.

En un análisis somero de la trama, se puede decir que la serie adopta el punto de vista del personaje ficticio de Javier Cach (Diego Cremonesi), funcionario de la Jefatura de Gabinete bajo el mando de Christian Colombo (Luis Luque). Cach sirve de puente con su par de la oposición, Franco Musiari (Nicolás Furtado), que trabaja directamente para el cacique justicialista Eduardo Duhalde (César Troncoso) y su mujer Chiche (Alejandra Flechner). Colombo, por su parte, aparece tratando de modificar el tranquilo rumbo hacia la autodestrucción que parece haberse autoimpuesto el presidente Fernando De La Rúa (Jean Pierre Noher).

La estructura temporal es la típica para estos relatos. Conforme se va acercando al grado cero –19 y 20 de diciembre de 2001–, la narración se va densificando. Lo que no es usual es el punto de ataque. Es cierto que era difícil de elegir por dónde empezar. ¿Con la asunción de Fernando De La Rúa? ¿Con el ajuste salvaje que provocó un recorte en las jubilaciones? El punto elegido son las semanas que mediaron entre la breve gestión de Ricardo López Murphy (Daniel Alvaredo) y la llegada de Domingo Cavallo (Luis Machín) al Ministerio de Economía, en marzo de 2001.

La llegada del rival Domingo Cavallo como superministro, con más poder que el propio presidente de la Nación, era un cambio de rumbo violento en la Alianza que alcanzó la victoria electoral en diciembre de 1999, originalmente compuesta por la UCR y el Frepaso (o Frente Grande), que conformaba el lado más progresista del peronismo junto a socialistas, comunistas, humanistas y la representación de los movimientos de derechos humanos. Domingo Cavallo, por su parte, era la cara del neoliberalismo, inventor del modelo que había sumido al país en la pobreza extrema y una crisis absoluta motorizada por la desocupación y la ausencia de planes de contención social. Como este país es maravilloso, había conformado un partido propio y obtenido un 10% de los votos en las elecciones nacionales.

La estrategia de la UCR gobernante era reemplazar al Frepaso por el cavallismo. Esto había comenzado en octubre de 2000, con la renuncia de Carlos “Chacho” Álvarez a la vicepresidencia de la Nación y el deshilache de la figura pública de Graciela Fernández Meijide, que había sido acusada de favorecer a familiares y amigos en su paso por el Ministerio de Desarrollo Social.

Ahora bien, las motivaciones y el cisma político generado por la llegada de Cavallo no están suficientemente expuestas. A su vez, aparece el renunciado ex vicepresidente Chacho Álvarez (Fernán Mirás), tratando de volver al gobierno, aunque no se sabe muy bien para qué. Por otro lado, está el expresidente y senador Raúl Alfonsín (Manuel Callau), tratando de salvar al gobierno y a la patria de la tozudez del presidente. El discurso de De La Rúa en la serie es confuso. Oscila entre salvar la convertibilidad peso-dólar a partir de una mano de los amigos del norte, y la idea de que Cavallo es el único que puede sacarnos de la convertibilidad, porque fue el que nos metió (¿?).

Esa confusión es la que se vive en el relato. Tal vez, y aquí arriesgo, es un acierto desde el punto de vista de la verdad histórica. No se sabe qué quieren los personajes realmente. ¿Para qué vuelve Cavallo al gobierno? ¿Para qué quiere volver Chacho Álvarez luego de haber renunciado? ¿Qué lealtad ata a Colombo con De La Rúa? Es difícil trasladar la política a la pantalla. A pesar de que queremos pensar que hay un plan maestro ejecutado por eximios ajedrecistas, muchas cosas suceden a partir del “impulso testicular” y este intangible es difícil de establecer en un relato clásico. Es casi hermético. La puesta y los diálogos no van a satisfacernos nunca, porque en realidad lo que no nos satisface es la explicación. La idea del caos no se lleva bien con el ideal aristotélico narrativo ni con la estructura de actos. Un personaje errático, como es De La Rúa, dinamita la capacidad de generar un mínimo misterio. La explicación propuesta por la serie es que estaba medicado, obcecado, manejado por su hijo Antoñito (Ludovico Di Santo) y que se había alienado de propios y ajenos, refugiándose en un círculo muy pequeño que no le garantizaba gobernabilidad. Esto, verdad o no, se basa directamente en el imaginario popular y las crónicas periodísticas de la época.

La entrada en el corralito es narrada con esta lógica. Desde el gobierno, se toma como una medida más para evitar la sangría de depósitos. Hay un profundo desconocimiento del temblor social que va a producir, y el gobierno atribuye la agitación a la conspiración peronista, que todavía no se había armado del todo.

La explicación de los sucesos violentos del 19 y 20 de diciembre sigue más o menos la versión judicial, cayendo la responsabilidad de los hechos en el secretario de Seguridad Enrique Matov y el jefe de la Policía Federal, comisario general Rubén Santos y exonerando de culpa y cargo a Fernando De La Rúa. Como el punto de vista se recuesta en Javier Cach, el asesor de Colombo, no se nos da acceso a la decisión de la declaración del estado de sitio, uno de los puntos más bajos de la democracia moderna argentina. Colombo, quien era una suerte de reserva moral, desde el punto de vista de la serie, va perdiendo injerencia de manera estrepitosa, y se encuentra con el presidente que renuncia sin más explicación.

Como es costumbre, por el lado del peronismo está todo claro. La motivación es el poder. Duhalde no quiere levantarse de la cama hasta que no huele sangre en el agua. Tal vez por ello, el relato se enciende y alcanza su mejor forma cuando se dedica a la rosca del PJ. Son personajes con un “quiero”, tal vez el elemento esencial para motorizar una narración. Hambre de poder, deseos de venganza. Y pelucas. Extrañamente las caracterizaciones de los peronistas son casi grotescas. Todos tienen pelucas. Cesar Troncoso, que interpreta a Duhalde, parece el personaje de Silvio, de Los Soprano. Manuel Vicente, que interpreta a Ramón Puerta, ostenta un hermoso gato estacionado en la cabeza. Y lo de Fernán Mirás no tiene explicación capilar.

Alfonsín, en otra escena incomprobable, da la bendición a Duhalde para que haga lo que tenga que hacer. Una especie de acuerdo entre capos, donde el más viejo y experimentado, supuesto garante de la pureza republicana, desata la capacidad de ataque y veneno de una cobra hindú. Para salvar a la patria hay que purgar ambas filas.

El sexto y último capítulo es un largometraje en sí mismo y narra la danza de presidentes. La certeza de Ramón Puerta de que no iba a tener suficiente poder para aguantar ni siquiera unos meses, la fantasía mesiánica de Adolfo Rodríguez Saá (Jorge Suárez) de quedarse en el sillón y el doble juego permanente de Carlos Ruckauf (Vando Villamil). Todo esto está contado como un acuerdo mafioso, con la ventaja evidente de que no se sabe qué pasó tras bambalinas, por lo que hay espacio para maniobrar dramáticamente. El resultado es la llegada, vía asamblea legislativa, de Eduardo Duhalde a la primera magistratura. Así, los tres candidatos de las elecciones de 1999 –De La Rúa, Cavallo y Duhalde– tienen su chance de ostentar el poder. De La Rúa lo rifa, Cavallo lo incendia y Duhalde, de entrada, miente descaradamente.

El final de la serie, con la asunción de Duhalde en la Asamblea Legislativa, nos muestra a los dos operadores, Cach y Musiari, trabajando juntos. Viene algo nuevo, pero todavía es lo mismo que lo viejo. Faltarían 16 meses para que comenzara un nuevo ciclo que cambiaría el mapa político de la Argentina por las décadas siguientes y mandara a todos estos personajes al retiro. Pero esa es otra historia.