Onda nada que ver: sobre “Los agitadores”, de Marco Berger

Hay un trabajo de la artista norteamericana Barbara Kruger, pionera en utilizar el collage y el lenguaje publicitario para poner en cuestión la normalización del capitalismo, que muestra a un grupo de hombres atacando a otro y con su tipografía característica se lee “You construct intricate rituals which allow you to touch the skin of other men” (Ustedes construyen rituales intrincados que les permiten tocar la piel de otros hombres). Esta podría ser la premisa de la última película del director Marco Berger, quien a través de su prolífica obra a lo largo de los años muestra una unidad temática que ni Bruce LaBruce parece haber podido lograr.

En una casa quinta un grupo de amigos de veintitantos se juntan a pasar las fiestas. En la primera escena vemos una secuencia de estos cuerpos trabajados y desvestidos acompañados de música clásica que nos hace pensar en una evolución del realizador con respecto a sus trabajos anteriores, pero esto se sostiene solo en los primeros minutos, todavía queda más de una hora y media.

La película se presenta como un estudio sociológico sobre la masculinidad tóxica libremente inspirada en el crimen de Fernando Báez Sosa, pero a medida que avanza solo se muestran escenas interminables en las que los personajes se sacan fotos simulando sexo y se dicen “puto”. Todo esto acompañado de planos que ya son una característica reconocible del realizador, si el japonés Ozu hacía uso del tatami shot (ese plano con la cámara a la altura del punto de vista de sus personajes sentados en el suelo), se podría decir que Berger película tras película creó el bulto shot, la cámara se mantiene a la misma altura que la de Ozu, pero acá los personajes están parados y aparecen de la cintura para abajo con o sin boxer haciendo de esto su marca registrada. Si un personaje cae de visita va a comentar que no tiene malla para meterse a la pileta y otro va a ofrecerle prestarle una y por supuesto vamos a ver cómo se saca el pantalón y se pone la malla, ¿por qué?, no hay por qué.

En la segunda parte las cosas se vuelven más problemáticas. Llega un grupo de chicas y como sucede en las películas anteriores de Berger, las mujeres son accesorios que pueden estar o no estar, no son funcionales a la trama y no aportan nada. Por otro lado, el único chico que no tiene un cuerpo como el de los demás (le dicen “el gordo”) es el que comete una violación en una noche de fiesta y borrachera. Todo esto, que podría verse como una jugada arriesgada en tiempos de cancelación y corrección política, termina convirtiéndose en una provocación forzada que solo causa incomodidad y risa en el espectador.

Hacia el final la tensión estalla entre el descubrimiento de los encuentros sexuales entre un gay closetero y un bi no asumido, hay una muerte fuera de foco y un último plano de una pileta y unas reposeras, ¿se trata de un homenaje a La Ciénaga? No lo sabemos, pero así como Martel mantiene una coherencia estilística a través de su obra, Berger solo lo hace en la superficie, construyendo rituales intrincados que permitan mostrar la piel de estos hombres.