La bruja de Hitler: el retorno de los nazis

¿Qué puede hacer un ex funcionario nazi y su familia refugiada en la Patagonia en la década del 60, sin una guerra para imponer su superioridad racial? Dar rienda suelta a sus perversiones sobre los otros: aquí sus más cercanos. Así, La bruja de Hitler, de Virna Molina y Ernesto Ardito, va tensando la cuerda de una vida casi de retiro de nazis originarios recibidos por unos epígonos argentinos, la familia Krauss. Desde las primeras escenas se sirve la maldad en diferentes platos de un menú crudo. Lo valioso está entonces en la presencia de un relato fuerte para ser experimentado con toda su calidad cinematográfica.

Haciendo pie en más de un género, así como tiene una base documental para proyectar una fábula siniestra, utiliza una gama de recursos audiovisuales para llegar al espectador. Se construye una estética muy cuidada desde un registro fotográfico y sonoro más poético, en un plano cuasi fantástico, que narrativo de coherencia realista. Como un cazador al que se le entregan sus presas, el mal humano anida furtivo en la amplia belleza patagónica, rompiendo la imagen romántica de la naturaleza; por ende, ese ideal de vida europea en el Tercer Mundo. A la par, el interior de la casa-estancia es un perfecto ambiente sombrío donde viven el pasado y las tradiciones: se entonan piezas de Schubert, se cantan alabanzas al führer, se celebra, o se escucha, fuera de la diégesis, una radiofonía argentina que predica el racismo.

Esos contrastes hacen a lo ominoso –que, para Freud, muy resumido, sería lo familiar que se vuelve extraño-, con planos destacables de tensión sobre los cuerpos, momentos de distensión (mucha comida), omisiones y toques del absurdo “encanto de familia”. El clásico miedo en el bosque se resignifica en esta atmósfera asfixiante, dentro y fuera de la casa (por ejemplo, en el jardín), para todos los personajes que hacen de víctimas. En este nivel, funcionan con gran vuelo las actuaciones de las hijas como los personajes de Gretel (Victoria Lombardero Có) y Frida (Lucía Knetch), en dos direcciones distintas que toma el desarrollo de sus padecimientos y reconocimiento en los horrores de sus vidas comunes. La lógica de integración y rechazo será clave en los personajes femeninos.

A medida que avanza la película, lo hace el terror y el suspenso, in crescendo que mantiene a la película en el mismo tono. Pero la historia pareciera morder su propia cola. Por un lado, la poética oscura logra su impacto a costa de lo sugerido y previsible; por el otro, encierra la acción a un círculo familiar y, en su intento de interrogar algo más presente –es decir, cierta persistencia del mal–, este infierno patriarcal agota su instancia simbólica, a mitad de camino de una reflexión más penetrante o de un tipo de cine ensayo con el que podría dialogar por su destreza artística y documental, aunque haya cortes o montajes con un efecto intensificador que no abren otras dimensiones de la ficción. Si bien este notable film propone un viaje de época a una casa nazi del horror, arriba a conflictos del género y lo racial actuales, desde la fantasía de una certeza – “los nazis se escondieron en Argentina”- y el espíritu más fluido nuestro tiempo. ¿Cómo acá lo sexual puede ser político?, ¿es el nazismo una ideología superior del placer en la crueldad?  O, más cercanas, ¿las amenazas de la extrema derecha son las de aniquilación de la “diversidad”?